La comida de los jueves

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SALAMANCA. Pocos meses después de haber sido clausurado nuestro diario por la dictadura de Stroessner, un grupo de compañeros y amigos nos planteamos que no era posible que estuviéramos todos tan desconectados. Decidimos comer todos juntos una vez por semana. ¿Qué día? Alguien dijo que Stroessner tenía reunión de Comando en Jefe los jueves y después se iba a comer con sus amigos. Nosotros no podíamos ser menos. Y resolvimos encontrarnos los jueves. De acuerdo iban variando los menús y los precios, deambulamos por “El Molino”, el “San Miguel”, el “Sukiyaki” y terminamos varados en el “San Roque”.

Uno de los primeros en llegar era Enrique Bordenave que falleció la semana pasada. Se fue apagando de a poco. La última vez que le vi fue en la fiesta de los cincuenta años de este periódico. Estaba sentado en una silla en la secretaría de la Dirección bajo la mirada atenta de un nieto. Al verme se puso de pie aunque quise impedirlo y me abrazó largamente. Era un saludo después de tantos años de ausencia –la mía– y ahora pienso que también fue de despedida.

Enrique Bordenave no estuvo todos estos cincuenta años en el diario como editorialista. Sin embargo, el diario sí estuvo con él porque el edificio fue construido al lado mismo de su casa, en la calle Yegros: una de esas casas antiguas, austeras, señoriales, con dos balcones sobre la calle y un zaguán en el medio, una escalera con escalones de mármol y una puerta cancel con vidrios esmerilados. Años después huyó del ruido de la impresora y se mudó de casa, pero siguió viniendo.

Era un hombre alto, muy delgado, de caminar pausado no por causa de los años, sino porque era su ritmo. Era un hombre taciturno, serio, de hablar bajo, nunca le escuché levantarle la voz a nadie. No se reía con facilidad, pero tenía un gran sentido del humor. Era más bien callado hasta que encontraba un tema que le apasionaba y entonces era imparable.

Enrique Bordenave era un liberal profundamente convencido de sus ideas. Que quede claro: no era del Partido Liberal. En realidad nunca le escuché manifestar simpatía por algún grupo político en especial. Era de ideología liberal y la conocía y la manejaba mejor que un predicador profesional maneja su Biblia. Dudo que haya mucha gente en ese partido que conozca como él su doctrina. Estuve tentado a decir “nadie”, pero quizá haya por allí alguien que tenga algún conocimiento al respecto y no quiero quedar mal parado ni pasar por pesimista.

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Su claridad de pensamiento y la seguridad que sentía apoyándose en sus ideas, hicieron que sus editoriales fueran, en el fondo, una verdadera cátedra de pensamiento político en el mejor sentido del término. No lo veía militando en algunos de los partidos que operan en nuestro medio. No podría haberlo hecho nunca, pues no hubiese tolerado, ni siquiera una hora el compartir escaño, o despacho, ni siquiera un banco de plaza, con una clase política que exige, para participar en ella, tirar por la ventana, antes que nada, la decencia. Sin embargo, aportó al país desde un puesto en el que se sentía cómodo, tranquilo, respetado y merecedor de una gran cuota de afecto. Si alguien no percibió su mensaje fue porque estaría aturdida con los gritos de la irracionalidad que busca imponernos qué cosas debemos decir y qué cosas debemos pensar. Aunque no soy religioso, quiero usar aquí una figura profundamente religiosa para mencionar cómo debe estar una persona para recibir las enseñanzas de alguien que sabe: tiene que estar “en estado de gracia”.

No voy a presumir de amistad con Enrique Bordenave, ya que tuvimos una etapa de continuos encontronazos debido a diferencias de ideas. Hasta que de pronto se me ocurrió buscar compartir con él aquellas ideas que nos unían y evitar las que nos separaban. Gracias a ello pude disfrutar durante muchos años de su compañía, compartir su sabiduría, compartir su afecto. Me duele que una persona de su talla haya pasado así, desvaneciéndose en el silencio de la muerte, en el silencio que forjó su vida consciente quizá de que no es necesario gritar cuando se tiene razón.

No sería justo con Enrique si no hablara de su amor por la música. Cuando se le perdió su grabación de la Novena de Beethoven por la Filarmónica de Berlín dirigida por Von Karajan, sintió que el mundo se le venía abajo. Y cada vez que alguien de nosotros viajaba lo único que pedía era que le buscásemos el disco. Ahora tendrá su almuerzo de los jueves pero no con nosotros sino sentado entre Beethoven y Von Karajan. Porque era un hombre bueno.

jesus.ruiznestosa@gmail.com