Después de una larga lucha, después de protestas callejeras no solo en Asunción sino también en muchas ciudades del interior, después de la obstinada oposición de la clase política dominante, las nefastas “listas sábana” fueron por fin abolidas. Esto quiere decir –o por lo menos, es lo que se cree– que a partir de ahora solo se habrá de votar por candidatos honestos, serios, trabajadores, empeñados en favorecer el bien público en lugar de proteger sus propios intereses, habitualmente espurios.
Leyendo los comentarios que hacía la gente, alguien mostraba su entusiasmo por esta conquista diciendo que de ahora en más ya no tendríamos autoridades de la calaña de González Daher, Zacarías Irún, Víctor Bogado, “Bachi” Núñez, Carlos Portillo, Jorge Oviedo Matto, José María Ibáñez, Zulma Gómez, Perla de Vázquez, Jorge Baruja, Édgar Ortiz, María Bajac y la lista suma y sigue. ¿Podemos estar seguros de que esta vieja historia no se repetirá? ¿Podrán los nuevos mecanismos cerrar el camino a esa legión de corruptos que solo aspiran conquistar un sitio en la administración del Estado convencidos de que la caridad bien entendida comienza por casa? En palabras menos rebuscadas: convencidos de que esa es la mejor manera de llenarse los bolsillos y pasar de ser pobres trabajadores a ser poderosos millonarios con mansiones palaciegas con piscina, campo de fútbol, cancha de tenis, de basquetbol y, por supuesto, un buen quincho donde agasajar a sus superiores para seguir escalando posiciones.
Mientras no se me demuestre lo contrario, seguiré desconfiando al igual que el santo deslumbrado por la gigantesca limosna que algún fiel aprovechado dejó a sus pies. No puedo creer que gente como Horacio Cartes –que nunca se destacó por su inteligencia– que se opuso de manera tenaz al desbloqueo de las listas y que se valió del puesto que ocupaba entonces, la Presidencia de la República, ahora declare con regocijo que él siempre estuvo de acuerdo con terminar las listas sábana.
Si las cosas son de esta manera, si en algún recoveco se esconde la trampa, en la “letra chica” que nadie lee en los contratos amañados, tarde o temprano, y creo que más bien temprano que tarde, habrá de salir a la luz el engaño del cual, una vez más, hemos sido víctimas la gente común, la que no gozamos de esos privilegios de los cuales se ufanaba en un momento dado el diputado Carlos Portillo. Cuando ello suceda, ¿qué pasará? ¿Cómo reaccionarán aquellos que se sientan estafados, burlados, escarnecidos, una vez más, en esta historia interminable, por la cleptocracia (sistema de gobierno en el que prima el interés por el enriquecimiento propio a costa de los bienes públicos) de la que no podemos escapar?
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Muchas veces siento la tentación de preguntarles a los responsables de trazar las líneas políticas que se observan en el país si son realmente conscientes de lo peligroso que resulta este juego. Dice la leyenda que cuando María Antonieta preguntó por qué protestaba el pueblo de París, le respondieron: “Porque no tienen pan que comer”. Y ella dio la solución: “Pues si no tienen pan, que coman tortas”. Creo que no es necesario especificar la cabeza de quién cortó la guillotina poco después, cuando ese pueblo de París, harto de tanto engaño y tanta burla, fue a buscarla a la cercana Versalles con su marido, sus hijos y todos sus amigos y asesores a quienes no les faltaba el pan.
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