La dictadura prodigiosa (I)

A María Corina Machado y Antonio Ledezma.

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Patricia Janiot, la gran reportera colombiana de CNN, se preguntaba asombrada cómo una dictadura que posee los más altos índices de inflación, miseria, violencia y criminalidad del mundo, y cuya cúpula cívico militar ha robado cientos de miles de millones de dólares, es el primer cartel narcotraficante del planeta, sirve de base al terrorismo del Estado Islámico en Occidente y logra asesinar a un manifestante por día, entre otros muchos funestos récords, podía arrasar en un proceso electoral como, supuestamente, ocurrió el 15 de octubre de 2017, fecha que debería quedar consignada en la lista de los fraudes más descomunales habidos en la historia de las dictaduras de América Latina y, posiblemente, del Tercer Mundo.

Es obvio que Patricia Janiot y todos los periodistas dotados de objetividad y capacidad de análisis saben que en Venezuela hay una dictadura con tres características únicas y difícilmente repetibles en nuestro continente: sucede en un país con las mayores reservas petrolíferas del mundo y, por tanto, potencialmente rico; es la única satrapía colonizada en sus sesenta años de existencia por la tiranía castro-comunista cubana, que la domina con toda su ingeniería político-militar totalitaria, por lo menos desde mediados del año 2002, y donde ha logrado implementar un sistema de dominación mixta, demócrata-dictatorial, con la colaboración de una élite política opositora partidista, corrupta y dispuesta a participar en su cortejo legitimador a cambio de canonjías y prebendas económicas inconfesables.

Esa dictadura ya logró un primer prodigio: arruinar en pocos años al país más rico y próspero de la región, devastar su poderosa y ejemplar industria petrolera y sumir a su joven, semieducada y pujante población en una estremecedora crisis humanitaria, llevó a su máxima perversión la mascarada de elecciones periódicas que han servido a dos propósitos: aparentar el funcionamiento de democracia plebiscitaria, directa y general, y confundir a la opinión pública mundial cuando observa sus prodigios electorales. Es el caso del proceso electoral del pasado domingo 15 de octubre.

Pero no el único. Antes, el 30 de julio escenificó otro más asombroso: violando sus propias disposiciones constitucionales celebró un falso plebiscito en medio del más desértico y despoblado de los comicios habidos en la historia de la República, pero con el insólito resultado de haber contado más de 8 millones de votantes. Fueron nuestros walkings deads: nadie los vio, nadie pudo certificarlos y, la empresa desalojada de la responsabilidad de velar por su funcionamiento electrónico lo declaró explícitamente fraudulento desde Londres; aunque al régimen le sirvió para legitimar un instrumento de legislación y aplicación de justicia único en el planeta: un funambulesco organismo supraconstitucional, llamado Asamblea Nacional Constituyente, dotado del poder de vida o muerte de la ciudadanía. Organismo que no aceptó nadie en el mundo. Salvo, implícitamente, la propia oposición venezolana.

En efecto, lo asombroso no fue ese fraude histórico y su dimensión esperpéntica, sino que fue precedido de otro ejercicio electoral plebiscitario organizado directamente por la oposición que contó —verdadera, visible, inobjetablemente— con la asistencia comprobada de más de 7 millones 700 mil ciudadanos que, calculados sobre la base del potencial electoral real y la cifra de abstención orgánica, no le dejaron al régimen más que 2.500.000 o 3.000.000 de votantes eventuales. Cifra que se corresponde con datos de todas las encuestas, según la cual el gobierno de Maduro cuenta con un rechazo explícito del 85% de la población votante. De 18 millones de electores, ese 15% restante asciende a la cantidad de 2 millones 700 mil votantes. Votos que la dictadura prodigiosa multiplicó, como Jesús los panes.

[©FIRMAS PRESS] 

* Antonio Sánchez García @sangarccs

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