La habitual ingratitud

SALAMANCA. Cuando falleció Óscar Trinidad fuimos al cementerio, además de sus familiares, unos pocos amigos. Cuando íbamos saliendo ya, Livio Abramo se puso a mi lado y me dijo: “Cómo es posible que haya fallecido un hombre como Trinidad y la Universidad no haya enviado a algún representante que dijera unas palabras en el entierro. Nadie. ¡Qué triste es todo esto! Porque Trinidad fue un intelectual importante”. Óscar Trinidad se merecía un homenaje. Sin pertenecer a ninguno de los habituales grupos intelectuales, desarrolló un trabajo importante y aportó mucho al ambiente cultural. Ejerció la crítica de arte a través de un artículo semanal que aparecía en este mismo diario, “El ojo de la crítica”, creó una galería de arte cuando ellas no existían en nuestro medio y el cine-club “Tajy” que funcionaba con la colaboración de la Cinemateca Argentina. Muchos le debemos a él buena parte de nuestra información cinematográfica. La manera en que se diluyó en el ambiente se debió, en gran parte, a esa natural ingratitud que hemos demostrado siempre hacia quienes han trabajado en favor del país, este país que lo hacen no solo los militares, con sus gestas heroicas, sus proclamas épicas y sus sangrientas guerras, sino también, de manera muy especial, quienes trabajan por su cultura, héroes civiles poco menos que anónimos.

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Este episodio se me representó vivamente en estos días cuando leí que había muerto Michele Annichiarico. No vi ninguna muestra de pesar por parte de algún grupo musical de nuestro medio al que, dentro de sus posibilidades, contribuyó de manera tan positiva. Creó un elenco de ópera cuando nadie podía soñar con ello en nuestro ambiente. No tengo a mano ningún archivo al que pueda consultar y debo confiar en mi memoria. Recuerdo que llegó a poner en escena óperas del repertorio clásico como “La Traviata”, “Tosca”, “Aída”, “La Boheme” y ya no recuerdo otra. Sea como sea, que ellas sirvan como ejemplo; y en el caso de que hayan sido nada más que cuatro, pues ya buena labor hizo.

Me hablarán de sus limitaciones. Claro que las tuvo, como las tenemos todos. No estábamos en la “Scala” de Milán ni en “La Fenice” de Venecia. Pero allí estaba Annichiarico y todo su elenco poniendo lo mejor que tenían de sí, poniendo en riesgo no solo su buen nombre, sino incluso su hacienda ya que los montajes se hacían financiados con sus propios medios.

No me molesté en buscar qué entidades musicales se habían adherido al duelo ni si hubo discursos fúnebres en el cementerio. Estoy seguro de que no fue nadie y, desde luego, la Universidad no se habrá dado por enterada. De haber fallecido alguien que dedicó toda su vida a vender títulos universitarios falsos de carreras inexistentes, o temas de exámenes, o directamente notas, pues allí hubieran estado todos dándose de golpes en el pecho como corresponde en estas ocasiones, reclamando para sí la amistad íntima y fructífera compartida con el difunto a lo largo de toda su vida.

Se piensa que la música, la cultura y los intelectuales no sirven para nada. Habría que volver a revisar los textos de Aristóteles para entender para qué sirve lo que no sirve para nada. Si no se quiere ir tan lejos se puede recurrir a Nuccio Ordine. La historia nos da buenos ejemplos de lo que sucedió en países que no escucharon a sus intelectuales. Un ejemplo cercano: si Francia hubiera escuchado a sus intelectuales, especialmente a Albert Camus, no se habría visto sumergida en esa espantosa carnicería que fue la guerra de Argelia en los últimos años cincuenta y primeros sesenta del siglo pasado. Claro, Camus (Premio Nobel de Literatura 1957) era nada más que un intelectual y para más inri, era un “pied-noir” (apelativo despectivo que se utilizaba para designar a los franceses argelinos).

Dejemos aquí las cosas porque el tema es largo, complicado y da para mucho. Quedémonos con la idea de que una vez más hemos demostrado nuestra natural ingratitud con la memoria de un hombre que dio mucho y no recibió nada.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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