Esta breve introducción intenta explicar la situación del cineasta iraní Jafar Panahi (Irán, 1960), de quien se acaba de estrenar en Madrid su película más reciente: “Taxi – Teherán”, que fue galardonada con el Oso de Oro, la más alta distinción que otorga anualmente el Festival de Cine de Berlín. A lo significativo del premio hay que sumarle dos circunstancias llamativas: Panahi tiene prohibido realizar películas en Irán durante veinte años de acuerdo a una sentencia de los tribunales locales y tampoco puede abandonar el país, por lo que le fue retirado el pasaporte. Como no pudo acudir a retirar el premio, lo hizo en su nombre su pequeña sobrina, Solmaz Panahi, quien es, justamente, una de las protagonistas de esta película.
Con una cámara pequeña, colocada en el tablero de un taxi que es manejado por el propio Panahi, la película narra la historia de una serie de pasajeros ocasionales con una humanidad conmovedora al tiempo que describe las condiciones de opresión en que viven. Su sobrina, que a partir de cierto momento le acompaña en el asiento de adelante, debe hacer una pequeña película como trabajo práctico de su colegio, rodándola con una cámara fotográfica. Cuenta las indicaciones que les ha dado la maestra de aquello que se puede filmar y aquello que no, que son justamente los motivos por los cuales este director, que acapara un buen número de primeros premios de festivales internacionales de cine de primer nivel, no puede filmar en su país.
Al salir del cine se me planteó la duda de si el régimen de Irán es de derecha o de izquierda. Solo pude llegar a la conclusión de que es un régimen de la barbarie y de la intolerancia, del fanatismo y la irracionalidad, aunque quizá estas denominaciones no figuren en ningún tratado de política. “Soy un cineasta –ha dicho–. No sé hacer otra cosa que hacer películas. Nada puede impedírmelo. Y cuando más me han empujado a los rincones más alejados, más he conectado con mi interior. El cine como arte se ha convertido en mi principal preocupación. Y seguiré haciendo películas para sentirme vivo”.
Entre las acusaciones figuran afirmaciones tan ambiguas como “difundir propaganda contra el Estado”, “actuar contra la seguridad nacional”, “publicar contenidos inmorales”, “proferir injurias contra figuras religiosas” y la ya mencionada: “reflejar la realidad sórdida”. Quien haya visto sus películas no encontrará nada de esto sino la más profunda preocupación por reflejar la aventura humana, no esa aventura épica de grandes héroes, sino la que se vive cotidianamente en la calle.
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Por fin, es asombroso ver de qué manera es posible hacer cine, un cine conmovedoramente humano, próximo a cada uno de nosotros, comprensible a nuestros sentimientos, nada más que con una cámara pequeña, una gran idea en la cabeza y la cruel oposición de un régimen político represor y bárbaro. Todos los pedidos de grupos intelectuales, especialmente de Europa, en favor de la libertad de Panahi fueron desoídos por Teherán. Los gobiernos totalitarios, no importa de qué signo sean, son idénticos y la primera en sentir su mano de hierro es la libertad de expresión y, con ella, la que más pierde es la cultura propia de ese lugar. De 180 países investigados por Reporteros Sin Fronteras, Irán ocupa el lugar 173 como uno de los Gobiernos más represores de la libertad de expresión.
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