La selva esmeralda

MADRID. Por razones que no vienen al caso, tuve la oportunidad de trabajar en la preselección de un voluminoso archivo de fotografías, todas ellas tomadas en áreas rurales del Paraguay en la década del 70 del siglo pasado. Son fotografías en su mayoría de grupos indígenas que habitaban entonces tanto en la Región Oriental como la Occidental. Utilizo el tiempo pasado en el verbo porque no estoy muy seguro de que sigan viviendo especialmente en las selvas del Alto Paraná. Y lamento que no exista una forma en pasado de “selva” para indicar que es posible que tampoco ella siga estando allí.

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Me llamó poderosamente la atención entre tantas imágenes conmovedoras la presencia de la selva. Por el tamaño de los árboles y el espesor de la vegetación no hay lugar a dudas que esas fotos fueron tomadas en el Alto Paraná, una selva que yo llegué a conocer cuando se estaba abriendo la carretera hacia el este. Una selva que ya no existe más. Es suficiente pasar por allí para encontrarse con un gran vacío, donde el rozado no es ese trozo más o menos pequeño de tierra, limitado por el bosque, dispuesto a la agricultura, sino que se extiende hasta el horizonte.

En un momento se pensó que la acción civilizatoria del hombre consistía en hacer retroceder la selva. Hoy, con todo lo que sabemos sobre el cambio climático, nos hemos dado cuenta del error salvo algunos personajes irracionales como Donald Trump que está aboliendo todas las leyes restrictivas de la emisión de gases tipo invernadero, o de Horacio Cartes que promulgó un decreto autorizando la deforestación irreflexiva y salvaje.

Al ver esas imágenes recordé la estupenda película “La selva esmeralda” (John Boorman, 1985) que relata un hecho verídico ocurrido en el Brasil: durante la construcción de una supercarretera a través de la selva amazónica, la esposa y el hijo pequeño de un ingeniero fueron a visitarlo en el lugar de obras. En un descuido, el chico fue secuestrado por indígenas y no se supo más de él durante muchos años. En cada verano el padre se guarnecía de los elementos necesarios y se metía en la selva en busca de su hijo. Diez años después, cuando el chico tenía ya dieciocho años, lo encontró viviendo como un indígena en una tribu remota. Cuando el padre le increpó al cacique, quien había asumido el rol de padre, por qué lo había secuestrado, el indígena no dudó en responder: “Lo vi tan hermoso, tan pequeño, tan frágil, que me horrorizó que pudiera estar viviendo en medio de aquel salvajismo, y decidimos traerlo con nosotros para que tuviera la posibilidad de una vida feliz”. 

En contrapartida, nosotros no hemos secuestrado ningún niño para rescatarlo de la barbarie del otro, sino hemos secuestrado el futuro de nuestros hijos y nuestros nietos negándoles la posibilidad de vivir en un mundo con el aire limpio, en un ambiente acorde con la naturaleza porque nos hemos dedicado a terminar con ella sin motivos claros que lo justifiquen. Quizá para vender la madera, para poder plantar muchísimas hectáreas más de soja que trae mayor cantidad de dinero al país aunque no a sus ciudadanos. Y lo único que nos queda a unos pocos tontos sentimentales es emocionarnos y sentir nostalgia en presencia de estas imágenes que nos quedaron del pasado porque a alguien se le ocurrió apretar el disparador de una cámara fotográfica y decir “nosotros también tuvimos una selva esmeralda”. 

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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