La voluntad política

Suscribían Cicerón, Gracián y algunos pensadores orientales la idea de que la estupidez no tiene límites conocidos. “La cantidad de estultos es infinito” avisaba ya el Eclesiastés. Einstein repetía que solamente había dos cosas infinitas, el universo y la tontería humana, haciendo pasar por suya una idea original de Renan (1823-1892): “La estupidez humana es la única cosa que nos da una idea del infinito”. Y antes, todavía, una de La Fontaine (1621-1625): “Todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda”, dicho esto con mucha anticipación al desarrollo de los programas de entretenimiento de la TV y de algunos flamantes proyectos legislativos.

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Una popular tontería consiste en suponer que cualquier gobierno es capaz de resolver todo. Da origen al lugar común “voluntad política”, superstición derivada de la antigua creencia en la mítica omnipotencia del príncipe. La candidez, que es media hermana de la estupidez, hace creer, por ejemplo, que el gobernante siempre sabe lo que hay que hacer y que de él depende que se lo haga o no.

De modo que la solución de los problemas principales depende de una entidad abstracta, de ignoto poder, operando sobre una sociedad inerme, míseramente pasiva. Cuando escuchamos “no hay voluntad política” debemos entender que el Olimpo no se muestra propicio a resolver el problema, porque se dedica a otra cosa o no se le da la santa gana.

La política, como dijo no se sabe quién, es el arte de lo posible. Así, pues, a veces el gobernante se propone pero no le alcanzan los recursos (lo que, como se dirá al final, no siempre es malo) y entonces las buenas intenciones quedan petrificadas. Y algo más: que aun existiendo la famosa voluntad política, no haya quien la materialice con eficacia, lo que hemos de denominar la “tabyrocracia”.

El voluntarismo, en su versión rústica, consiste en confiar irracionalmente en que todo lo que deseemos habremos de conseguir con solo proponérnoslo, teniendo fe y persistencia. Lo repiten hasta la náusea los predicadores, los sofistas de café, los libros de autoayuda y los artículos de revistas de salas de espera. Se expresa en fórmulas como “Confía en ti mismo”, “Tú puedes”, “Atrévete a atreverte”, “El que se propone, alcanza”, y otras diez mil más del mismo talante. Si es para uso político, hay variaciones como “Interpreta el espíritu del pueblo” (el famoso “volksgeist”). El optimismo de papel que genera este voluntarismo pueril encanta a mucha gente; a tanta, que la publicidad comercial la convirtió en uno de sus sonsonetes preferidos (“just do it”), usándolo en centenares de variantes retóricas y visuales. Obviamente, la verdad de la milanesa es que, demasiado a menudo, no se alcanzan las metas por más voluntad y persistencia que se inviertan porque se carece de otros factores esenciales.

En la creencia voluntarista supersticiosa se inscribe la típica actitud de los candidatos en campaña electoral, promocionándose con los poderes de superman. El candidato resolverá todos y cada uno de los problemas porque está imbuido de la firme determinación de hacerlo. Hace al menos 30 años, en nuestro país, las promesas electorales, tanto como las carencias básicas, no varían un ápice. Tampoco las explicaciones. Lo que cambia es el electorado, renovándose constantemente –en edad aunque no en mentalidad–, confiando siempre en que las grandes soluciones dependen de la “voluntad política”, la entidad sobrenatural que debe encarnarse en los gobernantes pero que a menudo no lo hace porque no le da la gana, por mala suerte, por culpa de los extranjeros, porque el infortunio se enamoró del Paraguay u otra excusa del repertorio clásico.

Por otra parte, hay que decir que a veces es mejor que falle la voluntad política, sobre todo ante la estremecedora vista de ciertos proyectos gubernamentales. Aquí es cuando hay que recordar aquello de Talleyrand: “Nadie puede sospechar cuántas idioteces políticas se han evitado gracias a la falta de dinero”.

glaterza@abc.com.py

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