Las fiestas perdieron sus esencias

Con la celebración de los Reyes Magos, el 6 de enero, culminaron las fiestas de fin de año. 2017 ya está corriendo veloz, pese a que enero se caracteriza por su silencio ya que casi todo el mundo está de vacaciones en estas fechas tan calurosas.

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Esta Navidad se vivió con muy poco espíritu cristiano. Más que nunca, la gente corrió a los supermercados, shoppings, mercados y tiendas a realizar sus compras. Regalos, comidas y bebidas se vendieron bastante y la comilona como la borrachera fueron la tónica de Navidad y Año Nuevo. Hubo 20 muertos, entre accidentes, suicidios, crímenes y otros sucesos policiales. Se reportaron 6 casos de disparos al aire, lo que ya causó muertes en años anteriores. Pero algunos no aprenden la lección. Lo que pocos se acordaron es que el 24 de diciembre es el nacimiento del Niño Jesús, el acontecimiento más importante en el calendario cristiano. Y esta celebración tiene otro significado, que no es precisamente lo que vivimos en los últimos tiempos.

Cuando éramos pequeños, nos ilusionábamos al llegar diciembre. Al concluir las fiestas de Caacupé, ya pensábamos en el pesebre porque la flor del coco se abría en cascadas y la lluvia dorada inundaba de perfume el ambiente mezclándose con el aroma de los jazmines. Las sandías aparecían tan rojas, los melones amarillos y las piñas muy anaranjadas. Con olor, color y sabor a tierra, a lo sano y natural. Hoy día, por los químicos y transgénicos, perdieron sus cualidades y ya ni las frutas nos recuerdan el ayer.

Íbamos a los arroyos a buscar piedritas para el cerro y el camino de los Magos. Cortábamos el ka’avove’i para poner el pesebre, y los huevos del ynambu eran los globos que colgaban suspendidos con algunos pajaritos hechos de papel. María, el Niño y José integraban la Sagrada Familia, con algunas vaquitas que pastaban por el humilde establo. El pastor y sus ovejas, así como un gallito y los Magos que venían del Oriente guiados por la estrella de Belén, conformaban el pesebre. Cantábamos villancicos, íbamos a la misa del gallo, cenábamos sopa paraguaya con ryguasu ka’ê y el infaltable clericó se servía en cada casa que visitábamos para apreciar la belleza de los pesebres.

Es que los pesebres servían para que nos acerquemos los vecinos. Tiempos de amistad, de cordialidad, solidaridad y verdadera fraternidad. Tiempos de compartir las alegrías, los sueños y las esperanzas. Tiempos de sencillez, humildad y de cuidarnos unos a otros. Las familias se reunían para hablar de sus cosas personales, sin miedos ni sospechas y con la seguridad de que cualquier ayuda se daba de corazón.

¡Qué tiempos aquellos! La nostalgia y añoranza nos invaden el recuerdo. Hoy, la sociedad de consumo llena de luces y artificios, calles, casas, negocios, avenidas y jardines. Ya casi nadie hace pesebre y los niños con sus tablets, celulares y juguetes electrónicos, se pierden la magia y el misterio de aquellas épocas sencillas pero llenas de amor, inocencia y encanto.

Año Nuevo fue peor que Navidad. Un desenfreno total. Y los reyes, procuraron traer un poco de alegría e ilusión a los más chiquitos y las más chiquitas. Pero, en definitiva, las fiestas perdieron para siempre sus verdaderas esencias, que nada tienen que ver con la vanidad, la envidia o la codicia, sino que va más allá, hacia lo más profundo del espíritu, que es el amor, el perdón, la fe y la esperanza.

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