Libricidio

SALAMANCA. Nunca he logrado entender qué le empuja a la gente a querer figurar en los libros que registran algún tipo de récord alrededor del mundo. Pero eso pasa no solo en nuestro país, sino en todos. Aquí en España hay gente que pone todo su empeño en ver quién es capaz de hacer la paella más grande, el chorizo más largo, la morcilla más negra, etcétera. Y de pronto, sin quererlo ni esperarlo, alguien logra una nueva marca y logra figurar en alguna lista que va dando vueltas por allí sin que terminemos de enterarnos.

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A todos esos récords que hemos logrado en los últimos años (no puedo nombrar ninguno porque no llevo estadística de ello), me acabo de enterar de que nuestro país figura en la no muy honrosa lista de “libricidios”. No busquen esta palabra en diccionario alguno, pues la acabo de inventar haciendo un injerto de las palabras “libro” y “homicidio”. Quiere decir “matar un libro”.

En la interminable y extensa enciclopedia que es Wikipedia, el Paraguay figura como responsable del más reciente intento de querer dar los libros a la hoguera purificadora. Entre los primeros intentos está la quema de libros y asesinato de académicos en la China de Qin Shi Huang en el año 212 antes de Cristo. Y todos aquellos intelectuales que se negaron a entregar los libros que tenían, escondiéndolos, fueron enterrados vivos acusados de desobediencia al emperador.

La segunda gran hoguera fue en el año 292, ya de nuestra era, cuando el emperador Diocleciano resolvió quemar todos los libros de alquimia que se guardaban en la enciclopedia de Alejandría, que atesoraba todo el conocimiento de la antigüedad.

Más reciente es la quema que pasó a la historia con el nombre de “Hoguera de las vanidades”. A fines del siglo XV, en Florencia, el célebre inquisidor Girolamo Savonarola ordenó la quema de libros y obras artísticas de gran valor por considerarlas “inmorales”.

En nuestro continente, hicimos algún mérito: el 12 de julio de 1562, el sacerdote Diego de Landa, en la localidad Maní de Yucatán, ordenó la quema de los manuscritos o códices mayas diciendo: “Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos”. Vaya uno a saber todos los conocimientos que nos hemos perdido a causa de un ignorante y fanático incapaz de entender la cultura de un pueblo que no era el suyo.

A comienzos del siglo XVI, el cardenal Cisneros, en España, ordenó la “Quema de Bib-Rambla”, donde, entre otras cosas, se quemó en hoguera pública la biblioteca de la Madraza, que fue la primera universidad que tuvo Granada.

Más conocida es la quema de libros de autores judíos en Alemania, durante el régimen nazi, sobre todo la quema de la noche del 10 de mayo de 1933, en la Plaza de la Ópera de Berlín. Y pocos años después, la dictadura instalada en Argentina en 1943 cerró y quemó libros de las editoriales comunistas del país. En este mismo país, la dictadura militar que se instaló en 1976 quemó un millón y medio de libros. En esa oportunidad, el general Luciano Benjamín Menéndez dijo: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”.

Y luego ya venimos nosotros: “En 2017, el ministro de Educación del Paraguay [no especifica nombre] se ofreció a quemar libros para complacer a ciertos grupos ‘pro familia’ y religiosos, indignados por la supuesta presencia de contenido sobre ideología de género en estos”.

Creo que no es muy honroso para nuestro país figurar en esta lista. Por eso es oportuno recordar lo que dijo al respecto el poeta alemán Heinrich Heine (1797-1856) en 1821: “Ahí donde se queman libros, se acaba quemando también seres humanos”.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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