Los buenos y los malos

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SALAMANCA. Los festejos con los que el Partido Colorado celebró este fin de semana sus 129 años de existencia, más que una demostración de fuerza, es poner en evidencia la manera en que se ha desvirtuado en nuestro país la función que debe desempeñar un partido político dentro de una sociedad. Ni siquiera se trata de una fecha redonda que son las que se aprovechan para tirar la casa por la ventana. Por eso no deja de llamar la atención.

Un ciudadano tiene diferentes maneras de ser caracterizado: se lo puede hacer por su nacionalidad, su etnia, su religión, su partido político, su ideología (sin ser necesario pertenecer a un partido), su grupo familiar, su club de fútbol, su profesión, y por muchas otras circunstancias que sería muy largo de enumerar. Nada de esto debería contar en el momento de hacer evaluaciones: pensar que el del Club Olimpia es mejor que el del Club Cerro Porteño; que el blanco es mejor que el negro; que el ingeniero es mejor que el abogado, etcétera.

A lo que quiero llegar es que desde hace mucho tiempo, se ha inculcado el convencimiento de que al introducir un orden de prioridades la gente ha decidido que antes que nada está el partido político y luego todas aquellas circunstancias que acabo de mencionar. Incluso la nacionalidad está por detrás del partido, y si llevamos las cosas más lejos, incluso por detrás del club de fútbol. Pero es mejor no exagerar.

Una de las fuentes del poder que ejerce el dictador es la de poder catalogar a los ciudadanos en buenos y malos. Los buenos, lógicamente, son sus seguidores, y los malos quienes no aceptan ser doblegados. Esto lo dice muy claramente el escritor de origen búlgaro Elías Canetti en su obra capital “Masa y poder” (Editorial Debolsillo, Madrid, 2005). Esta catalogación es muy importante llegado el momento de administrar premios y castigos, de producir beneficios y aplicar represiones. Es además una herramienta muy eficaz para saber, con la celeridad necesaria para los actos de autoritarismo, quiénes se encuentran dentro de un grupo o dentro del otro.

Los sucesivos dictadores que nos han gobernado (por no decir maltratado) se ocuparon, con mucha diligencia, en realizar esa separación haciendo coincidir la selección con los intereses de su partido. En el pasado, salvo error, lo han hecho todos; y, con toda seguridad, lo han puesto en práctica todos los dictadores que tuvimos en la segunda mitad del siglo pasado. Esto no tiene discusión.

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A partir de Higinio Morínigo, desde la revolución del 47 hasta el derrocamiento de la dictadura en febrero de 1989, todos los dictadores, que fueron muchos y que hoy sus nombres se han olvidado a causa de la larga permanencia en el poder de Alfredo Stroessner, han insistido en que los “buenos” eran los miembros de su partido, el Partido Colorado, y los malos quienes militaban en los partidos de la oposición que funcionaban en los límites de la clandestinidad.

Durante los últimos años de la dictadura, se insistió con llamativa frecuencia en que la irracionalidad del régimen estaba destruyendo el “tejido social”, una expresión aparentemente vaga, un tanto abstracta, que sin embargo, producida la ruptura, se vuelve curiosamente evidente. El golpe de Estado de febrero del 89 derrocó el régimen tiránico, pero no pudo reparar ese tejido social. Ni tampoco era su objetivo. El zurcido tendríamos que haberlo hecho nosotros, los ciudadanos de a pie, el hombre de la calle, el ciudadano del día a día. Y no lo hemos hecho.

En el primer párrafo digo que los festejos del aniversario del Partido Colorado pusieron en evidencia la forma en que se ha desvirtuado el sentido del partido político. Esto, porque se sigue pensando que nos dividimos en “buenos” y “malos”. Los primeros son los que piensan como nosotros, los segundos los que nos cuestionan nuestras ideas. A veintisiete años de derrocada la dictadura seguimos anteponiendo a todas nuestras circunstancias el color del pañuelo que nos atamos al cuello. A veintisiete años de aquel día en que creímos recuperar la esperanza, la libertad y, sobre todo, la propiedad de nuestros actos y pensamientos, no hemos podido superar todavía la idea de que el partido político es lo más representativo del ciudadano cuando no debería ser nada más que de las tantas particularidades que nos caracterizan. Es evidente que la tarea de conquistar la democracia todavía no la hemos iniciado.

jesus.ruiznestosa@gmail.com