El campo se beneficiaba con el impulso al cultivo del algodón, cuya fibra era masivamente comercializada en la planta industrial del italiano Paolo Federico Alberzoni. Aunque no contaba con ruta pavimentada, el aislamiento de los días de lluvia era burlado con los viajes de los DC 3 del Transporte Aéreo Militar, que permitían trasponer la distancia entre Pilar y Asunción en 40 minutos. Otra opción más lenta, pero muy cómoda y disfrutando del paisaje de la zona ribereña del río Paraguay, era la de los buques Carlos A. López y Presidente Stroessner, que permitían el traslado a la capital en sus confortables camarotes.
La vida de los pilarenses se desarrollaba sin mayores sobresaltos, a pesar del escaso interés del Estado de invertir en la zona hasta los inicios de la década del 80. Fue entonces cuando la naturaleza rompió la calma de la zona, con la crecida de 1983, que llegó a sembrar dudas sobre la subsistencia de la auténtica “Perla del Sur”.
Un alto porcentaje de la población, especialmente los menos favorecidos económicamente, perdieron todas sus pertenencias, y debieron emprender un doloroso e inesperado éxodo, del que muchos ya no regresaron. La ganadería acusó el impacto de la mortandad que eliminó aproximadamente 250.000 cabezas de ganado y la agricultura ya no volvió a ser la misma, por el temor a nuevas riadas.
En aquella época se concretó una gran diáspora de la población joven, que sigue hasta estos tiempos, afianzada por la falta de oportunidades para la población en edad laboral. Aquel suceso que frenó el progreso de Pilar, hoy parece repetirse, con la sucesión de golpes que la naturaleza ha asestado a sus habitantes.
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Para recuperar la confianza y volver a crecer, Pilar y todo el Ñeembucú requieren una fuerte presencia del Estado, que debe reparar su histórica ausencia. Ya es tiempo de acciones y menos palabras. Es tiempo de redimir a la ciudad, que a pesar del abandono sigue brillando con luz propia en el extremo sur del Paraguay.
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