Regalos del Resucitado: paz y perdón

La prueba más trascendental de la resurrección de Jesucristo son las apariciones que Él realizó en variadas circunstancias.

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En toda la semana de la Octava de Pascua, el Resucitado, que es el Crucificado, se manifestó vivo a las mujeres, a María Magdalena, a los discípulos de Emaús y a otros. Una vez aparece por el camino, otra vez junto al sepulcro donde fue dejado su cuerpo, después en Jerusalén y también a la orilla del mar.

Y estos testigos presenciales han dejado su testimonio, que merece confianza y credibilidad. Nuestra fe se basa en estas afirmaciones auténticas, amén de la luz interior que el Espíritu Santo nos brinda.

El Evangelio de hoy muestra dos apariciones más del Señor Resucitado a los discípulos, que estaban con las puertas cerradas y con miedo.

Estos sentimientos, es decir, estar de corazón cerrado, de mente cerrada y de bolsillo cerrado ocurren con cierta frecuencia en nuestras vidas. Uno no se abre a la expresión de una vida nueva, con nuevos valores y nuevos horizontes, que al final se queda con miedo: miedo hasta de salir de casa, y lo que es peor, miedo y disgusto de volver a casa.

Así, el Resucitado se pone en medio de ellos, les muestra sus manos y su costado y les concede la paz. La reacción delante de este encuentro es: “Los discípulos se llenaron de alegría”. En esta “pedagogía del encuentro” con el Resucitado hay que tener voluntad y poner amor: cuando hay amor hay revelación, cuando hay amor hay un encuentro transformador, comunión y entusiasmo. Esto vale también para nuestras relaciones humanas.

Enseguida, Jesús Resucitado les regala el don del Espíritu Santo para perdonar los pecados, cosa que únicamente Dios puede hacer, pero quiere que sus apóstoles realicen esta sublime tarea.

Podemos considerar una ligación intrínseca entre la paz profunda y el perdón de los pecados, y todo esto como regalos de la resurrección del Señor.

Por ello, en este domingo que celebramos la fiesta de la Divina Misericordia, cuando de modo especial Dios nos ofrece su clemencia para que nos reconciliemos con Él, y sanemos nuestro corazón herido por tantos golpes de falta de misericordia.

A la par, Él nos da una misión: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”: ser enviado también es un regalo.

Nadie puede guardar solo para sí mismo la paz y el perdón recibido, sino debe ser un instrumento de concordia entre sus familiares y un misionero contento en su comunidad.

Paz y bien.

hnojoemar@gmail.com

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