Los partidos de estos políticos mantenían el control sobre parte del pueblo, sobornándolo con una red de prebendas que garantizaba el apoyo que necesitaban para seguir gobernando y enriqueciéndose.
Pero el descontento fue creciendo entre la gente, porque esta red de prebendas ya no alcanzaba a contentar a la mayoría, y la población iba creciendo más aceleradamente que los recursos que podían obtener exprimiendo a los gobernados.
Naturalmente, para el pueblo, esa democracia solo significaba la oportunidad de unos pocos de vivir a costillas de otros. Por eso fue instalándose la idea de que no servía y que en su lugar era preferible encontrar a un salvador, que los liberara de las garras de sus verdugos.
El problema, a estas alturas del relato, es que bien puede aplicarse a la realidad de muchas de nuestras democracias latinoamericanas.
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Pero el problema mayor, es que bien sabemos cómo termina el relato. Con un líder autoritario que se encarga de eliminar toda posibilidad de competencia real, control y rendición de cuentas; y la destrucción de las instituciones republicanas.
El politólogo estadounidense Robert Dahl utiliza el concepto de poliarquía, en una obra que lleva precisamente por título ese nombre, para intentar describir la finalidad que debe perseguir la democracia.
Según Dahl, para que un sistema político sea considerado como democrático, debe servir a los ciudadanos para formular las preferencias, expresar esas preferencias a otros y al gobierno a través de actos individuales o colectivos, y conseguir que esas preferencias también sean consideradas sin ser discriminadas por su origen o contenido.
El politólogo creía que para que esto sea posible, el Estado debía garantizar por lo menos algunos derechos fundamentales, como la libertad de asociación y organización, la libertad de pensamiento y expresión, el derecho a elegir y ser elegidos y la posibilidad de competir por el apoyo de la ciudadanía en elecciones.
Además, establecía que se precisan fuentes de información accesibles y diferentes a las oficiales, elecciones periódicas libres y justas, que produzcan mandatos limitados, y que existan instituciones que controlen y hagan depender las políticas gubernamentales del resultado de las votaciones y otras formas de expresión ciudadana de preferencias.
¿Por qué todo este repaso? Sencillamente porque esta semana hemos visto cómo muchos obcecadamente siguieron defendiendo al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, con el argumento de que la gente lo votó. Razonamiento falaz si consideramos las condiciones reales de competencia electoral en el país.
Poco les importa a los defensores de aquel régimen que millones de venezolanos hayan dejado su país en estos últimos años, huyendo de la crisis económica y política.
Por eso no deberíamos dejar de mirar hacia Venezuela para intentar recoger las lecciones que nos deja un gobierno autoritario, establecido y legitimado inicialmente sobre la base de la corrupción de la élite política preexistente, del vaciamiento de las instituciones y del abandono a los sectores más vulnerables por parte de esa misma élite.
Una historia que nos sigue sonando muy familiar, ya que si bien el próximo domingo se cumplen precisamente 30 años de que otro gobierno autoritario fue echado, aún muchas de sus prácticas siguen instaladas entre nosotros.
guille@abc.com.py