Un sacerdote ensucia Limpio

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Mientras el país creyente se movilizaba para rendir su homenaje a la Virgen de Caacupé, en la ciudad de Limpio saltó una noticia muy sucia: el acoso de un sacerdote a una joven del Equipo de la Pastoral Juvenil. Si este hecho es indignante, también lo es el intento de la jerarquía eclesiástica por silenciarlo como en otros hechos de la misma o peor naturaleza.

La Iglesia Católica tiene más de dos mil años. Sus inicios fueron de inmenso sacrificio, dolor, martirio. La sostuvieron quienes estaban dispuestos a renunciar a su vida antes que a su fe. La persecución sin pausas en los comienzos de la nueva religión, se convirtió después en la persecución a quienes pensaban u obraban distinto. El catolicismo devino en una extraña religión que alimentaba el terror. Ahí están las historias de sangre y lágrimas que brotaban de la Santa Inquisición. Shakespeare se preguntaba quiénes eran los herejes: si quienes morían en la hoguera o quienes la prendían.

La Iglesia Católica tiene muchas embestidas contra realidades sociales y científicas. Cuando manejó por muchos siglos el poder político universal, en nombre de la fe impuso sus razones aún contra verdades evidentes. Los errores cometidos nunca le indujeron a la cristiana humildad de la enmienda. Tardó cuatro siglos para admitir que con Galileo Galilei cometió, por fanatismo, una herejía que atrasó a la humanidad en su marcha hacia el conocimiento. Junto con Galileo quedan muchos nombres –el de Bruno es otro de los patéticos casos– como ejemplos del esfuerzo humano por avanzar en la historia, a pesar de las trabas de quienes, en posesión del poder absoluto, carecían de entendimiento para vislumbrar el futuro y de sensibilidad para abrirse al paso de los tiempos.

Colón encontró, en 1492, “unos seres con forma humana, pero sin alma”. Reducirlos a la esclavitud no era pecado. Con el aplauso de una parte de la Iglesia, y con la indiferencia de la otra, el famoso Ginés de Sepúlveda defendía en la corte la teoría de la “servidumbre natural” para someter a los indígenas a la mera esclavitud. Bartolomé de las Casas, con su vigorosa defensa a los nativos, sentó las bases del humanismo en el nuevo continente.

Un vuelco espectacular dio la Iglesia Católica con el Concilio Vaticano II, convocado por el papa Juan XXIII, que culminó el 8 de diciembre de 1965. Entre sus objetivos tenía lograr una renovación moral de la vida cristiana de los fieles. Este Concilio fue uno de los hechos más trascendentes del siglo XX.

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La “renovación moral” apuntaba también a los sacerdotes a quienes exigía un compromiso con la Iglesia y con la gente. El cristianismo, se les dijo, no se reduce a las liturgias en los templos. Se les pedía también salir a trabajar con su comunidad, asistirla, mezquinarla, hacerse amigos de la gente y ganar su confianza, respeto y cariño.

Pero estos propósitos, que pretenden devolver a la Iglesia su antigua influencia bienhechora, se pierden en los laberintos de los actos pecaminosos y delictivos de aquellos sacerdotes que incumplen los mandatos que habían jurado sostenerlos.

El caso del cura de Limpio, Silvestre Olmedo, no es sino la reiteración de muchos otros que se valen de su posición privilegiada para humillar, lastimar, someter a niños y jóvenes que se acercan a la figura sacerdotal con la confianza y el cariño que se tiene a un padre.

Para peor, el arzobispo de Asunción, monseñor Edmundo Valenzuela, procuró enterrar el caso con un Padrenuestro. Hacía ya dos meses que había recibido la denuncia de la víctima. En vez de acompañarla a la fiscalía, le pidió que rece por Silvestre Olmedo. Y con esta recomendación creyó haber puesto todo de sí para remediar el condenable hecho que salió a luz mediante la enérgica intervención de los miembros de la Pastoral Juvenil de Limpio.

Estos jóvenes dijeron estar en conocimiento de otros casos similares, de tres más por lo menos, pero las víctimas prefirieron retirarse de la Pastoral como una forma de huir del agresor. Y también para evitar que sus nombres sean manoseados por las muchas personas que, extrañamente, se inclinan hacia el sacerdote acosador y critican a las víctimas por “afear la imagen de nuestra Iglesia”.

El mismo monseñor Valenzuela, según la denuncia de los jóvenes, pidió a la víctima que se calle para resguardar la dignidad de la Iglesia. ¿Y la dignidad de la pobre muchacha? ¿La dignidad de la persona humana no es superior a cualquier institución tan contradictoria como la Iglesia Católica?

alcibiades@abc.com.py