Debido a lamentables experiencias, no acostumbro a leer las opiniones que ponen los lectores debajo de las noticias que aparecen en la edición digital; ni en nuestros diarios ni en el de ningún otro diario del mundo. Pero esta vez, debido a las particulares características de lo sucedido, me detuve a mirarlas. De más está decir que la gente se puso a competir en quién ideaba el peor insulto y las más soeces descalificaciones. Es previsible en estos casos. Pero de entre todas las opiniones, la que me heló la sangre fue la de un varón que dijo: “Avísenme cuando están reunidos haciendo su procesión chota con sus santos de mierda y contrato tres camiones recolectores de basura para que les pasen encima”, correcciones de errores de por medio.
Me pregunto qué clase de sociedad estamos construyendo. Me pregunto qué clase de democracia queremos darnos en medio de tanta intolerancia, de rechazo violento del otro, de total intransigencia hacia la manera de pensar de quienes podemos tener enfrente, de repudio de las ideas que no coinciden con las nuestras, para terminar desembocando en la violencia.
¿Se planteó alguien la diferencia que existe entre el yihadista que lanzó su vehículo contra los transeúntes de un paseo del West Manhattan en Nueva York y el que con un poco menos de violencia y con no tan funestos resultados hizo lo mismo en Asunción? Todas las mañanas leemos en los periódicos las atrocidades cometidas por el Ejército Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) en diferentes partes del mundo y utilizando métodos distintos: desde acuchillar transeúntes o lanzar contra ellos vehículos a toda velocidad, a “guerreros del Islam” convertidos en bombas humanas que se hacen volar en medio de la multitud.
No hay ninguna diferencia. Cada uno está dispuesto a matar empujado por sus ideas religiosas y en nombre de su dios. Lo único que cambia son los nombres, pero las consecuencias son exactamente las mismas.
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Estoy convencido de que estos fanáticos, no importa cómo se llame su religión, son psicópatas asesinos que solo necesitan una motivación, un pretexto, para que afloren sus taras mentales y dejarse llevar por ellas.
Ahora todos están sensibilizados ante la posibilidad de legalizar el aborto bajo el grito de “Viva la vida”. Lastimosamente, en nuestro país no tenemos estadísticas; o, por lo menos, estadísticas creíbles. Pero me gustaría saber cuántas mujeres mueren al año por causa de abortos mal hechos, porque les falló el té de culantrillo o el té de berro. O cuántas otras por embarazos extrauterinos a las que no se les permite abortar. Sí, “viva la vida“, pero la vida digna, la que nos lleva a realizarnos como seres humanos y no hacia la barbarie.
jesus.ruiznestosa