A las cinco, en el Victoria

Mucho antes de los multiplex en los centros comerciales y de Netflix, ir al cine era un evento único. Mario Martínez vio, en sus 59 años como operador de películas, el paso implacable del tiempo. Esta es su historia, desde la primera fila.

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A Mario Martínez Escobar, de 80 años, no se le notan las arrugas. Parece un señor de 50 o de 60, como máximo. Pocos sabrían, por ejemplo, que el mayor de sus cinco hijos ya tiene 52 años. Tiene la voz rasposa y suena como el chirrido suave de un organillo.

Marcelino, pan y vino es una película española de mucho éxito que se estrenó en 1954. Cuenta la historia de un niño abandonado que, al cuidado de unos frailes franciscanos, logra hablar con un Jesús crucificado que cobra vida desde la madera. Demoró cuatro años en llegar a Paraguay y Mario Martínez Escobar, operador de cine desde hace 59 años, la recuerda como uno de los hitos más importantes en su vida.

Era el 23 de diciembre de 1958 y en Asunción todavía se podían oler los aromas de los naranjos y jazmines que crecían en las veredas. El tracatrá de los vagones del tranvía golpeaba al aire con fuerza y, en medio del barullo, Mario Martínez llegó a Asunción desde su natal Ypacaraí, donde era peón de estancia, sin absolutamente ningún proyecto de vida a sus 21 años.

El azar, como casi siempre, juega un papel importante en la vida de cada uno y este caso no fue la excepción. Una función de cine móvil programada, muy en auge en la época, se había suspendido un día antes, el 22. Era en el barrio Ricardo Brugada —la Chacarita— y uno de los responsables de proyectar la película Marcelino, pan y vino era un pariente de Mario.

—“Vení, ayudame hoy, la máquina falló ayer” —dijo el primo.

El vamos de Mario no tardó y fue así como, en una calurosa tarde de diciembre, con los dindindones a flor de piel, el ypacaraiense veinteañero se embarcó, sin saberlo, en lo que sería la aventura de su vida.

 

Al final de la función, en donde obró como ayudante de su primo, el operador, emergió la figura de Juan Biedermann, a la sazón uno de los distribuidores —con su hermano Carlos— de películas en Paraguay. “Mario va a ser mi secretario de ahora en más”, dijo don Juan al aire, como hablando para sí mismo.

“El que verdaderamente fue como mi padre es el señor Juan Biedermann, que ya murió, desgraciadamente. Es el hermano de don Carlos Biedermann. Trabajaba en la oficina nomás, era un secretario’i nomás yo. ¿Querés que te diga qué película pasé y con la que comencé en la máquina, dentro de la empresa ya? Fui a pasar una película en el club General Genes, no te digo el día porque no recuerdo, pero fue en el '59. La primera película que pasé en la máquina fue Ritmo, sal y pimienta, con Lolita Torres y Ricardo Passana, una película cómica argentina. Después de esa película me dijo mi patrón: ‘Mario, ya sos operador’”.

Desde entonces, Juan Bierdemann hizo trabajar a Mario como operador de cine móvil, pero con la promesa de que cuando hubiere una vacancia le daría el puesto de operador de un cine grande, como recordó. Y ese día llegó: fue el 20 de enero de 1960 cuando Mario Martínez Escobar inauguró el Cine Avenida Club Cerro Porteño, entonces regenteado por el general Pablo Rojas. ¿Le suena el nombre? A más de un fanático de Cerro Porteño seguro que sí.

 

La primera película que Mario proyectó en su prometido cine grande fue Las piernas de Dolores, una alemana que se había estrenado en 1957. Sin embargo, el trabajar de operador en un sitio así no era una tarea fácil.

 

 

“¿Vos conocés lo que es la soldadura? Un carbón positivo, el más grueso, y otro, el negativo, ponés linealmente. Si ponés a una distancia, tiene que trabajar; si se mueve, se mueve la imagen. Si se acerca mucho, no se ve nada. Si se separa, se apaga, no se ve nada. Así era en aquel entonces. Vos no podías dejar de mirar, por eso el operador trabajaba seis horas y nada más, no tenía que salir de la cabina. Siempre tenías que estar viendo la cinta. Eran como cinco a diez minutos para desviar, eran dos máquinas. Al terminar un rollito —de ocho minutos cada uno— tenías que pasar de una máquina a otra. Vos cambiabas, no se notaba en la pantalla, pero el cambio se hacía con el pie, vos cambiabas con una especie de llave. Tenías que mirar que no salga fuera de cuadro”.

Años después, apagado el carbón y encendidas las lámparas en los proyectores modernos, esa tensa y titánica tarea de cambiar de forma manual los pequeños rollos de película se había acabado. Nacieron las cintas —bobinas, le dice él— que funcionaban continuas. Pero eso también tenía una contra: las horas laborales para los operadores pasaron de seis a diez u once. “Uno entraba a las 13:00 y salía a las 23:00 por ahí”.

En el Cine Avenida estuvo hasta 1963 y luego fue a trabajar, solo por unos meses, unas cuadras más lejos, siempre sobre Quinta Avenida, pero entre Nuestra Señora de la Asunción e Independencia Nacional. Allí estaba el Cine París. Mario recuerda ese pasaje brevemente. “El cine París no era de mi patrón, yo era su depositero de películas (el custodio) y también operador. Siempre cumplí las dos funciones”.

—“Mario, salí de allí, te voy a llevar al Victoria” espetó, un buen día de 1963, don Juan Biedermann.

Mario Martínez Escobar pasa sus días en la esquina de Oliva y Chile. Sigue trabajando como secretario de los Biedermann. En todo ese tiempo —recuerda— lo único que quedó eternamente fijo fue la Plaza de la Libertad, conocida como la plaza hippie, una de las cuatro junto a la De la Democracia, De los Héroes y la Juan E. O'Leary Todo el entorno, en unos 360 grados, cambió radicalmente en 59 años excepto también, por supuesto, el Cine Victoria.

 

 

De acuerdo a datos de la consultora argentina Ultracine, Paraguay tiene en la actualidad 72 salas funcionando y en todo 2017 hubo 2.059.934 espectadores. Habrán pasado los años y la historia tras ellos, pero el Cine Teatro Victoria se yergue todavía monumental, a pesar de los grafitis, la humedad, el moho y su deliciosa decadencia. Fue inaugurado en el feriado del 12 de junio de 1950, con la película Juana de Arco, dirigida en 1948 por Víctor Fleming y con Ingrid Bergman como estrella central, y tuvo su última función, según registros periodísticos de ABC Color, el jueves 19 de enero de 2006 con una película que hace honra a su historia: The Forgotten (Los olvidados).

Está prohibido entrar al edificio y menos aún tomar fotos. El actual encargado es la inmobiliaria Jariton y, luego de mucha insistencia, Mario permite que visitemos el interior completo. Eso sí, sin sacar fotos. Ni con el teléfono ni con nada. Y, al entrar, uno se da una idea del porqué.

El edificio del Cine Teatro Victoria estaría violando, sin exagerar, no menos de 50 infracciones municipales. Y ni qué decir las sanitarias. Cuesta poder describir las emociones que uno siente al entrar a una de las joyas históricas del microcentro de Asunción. Es una mezcla de angustia con tristeza y nostalgia, un cóctel de rabia con optimismo porque uno solo se pregunta: ‘¿Por qué lo dejaron así? ‘¿por qué lo olvidaron?

 

 

El acceso del Victoria sigue siendo ese ballroom, ese salón de baile de película que uno vería en las cintas que se proyectó en su pantalla. Donde hubo bullicio en los días de estreno, hoy están apiladas las películas pornográficas que ocuparon su cartelera durante un tiempo. Están los rollos de celuloide tirados en el piso, los ladrillos caídos, murciélagos volando sobre el techo, un gato que se cruza de la nada, suciedad, olor a humedad, mosquitos.

Para quienes nunca entraron en él, tiene dos niveles superiores. El segundo fue bloqueado por sus últimos inquilinos de una iglesia evangélica que estuvo allí hasta hace dos años. Pero con una linterna se puede ver cómo están apiladas las butacas cuyas maderas se derriten con la humedad y la mugre. Lo mismo ocurre en el tercer nivel. Desde esos pisos, alguna vez llenos de espectadores, se podía ver con comodidad la película de turno.

La cabina de operaciones de Mario estaba en el segundo nivel y cuando entra en ella, el tiempo retrocede para él. Muestra el sitio en donde estaba el proyector, comprado hace unos años por unos coleccionistas estadounidenses. Desde allí, recuerda, veía el mundo en movimiento. Y a los espectadores también. Lejos de cualquier corrección política, escupe:

“Acá venían hasta monjas homosexuales, parejas que se tocaban entre ellas, en los últimos tiempos fue sitio de encuentro entre homosexuales. Y de tipos y chicas que querían alguna aventura también. Algunos pedían al acomodador que les haga sentar al lado de una mujer u hombre con la esperanza de conseguir algo. Eso pasaba mucho. Mirá, el punto de encuentro era siempre frente al Victoria. Este lugar era del pueblo, del populacho, ¿entendés pa? Las empleadas, por ejemplo, no podían salir de su retiro por la lluvia e ir a la campaña los fines de semana y el cine era el único lugar en donde podía pasar algo… Era cuestión de probar. Ellos no sabían que se les veía todo desde la cabina, y yo me reía”.

— ¿Y vos conseguiste algo también, don Mario?

— (Ríe con picardía). Lo único que te puedo decir es que había muchas chicas que estaban enojadas con sus novios y acá venían a desquitarse. Y de paso ver una película.

 

 

Lo que fue la sala principal del cine está en ruinas. Solo quedan algunas de las butacas originales de la inauguración, que son de madera. Las otras se compraron y trajeron desde el también desaparecido Cine Cosmos. Mario toca, en el fondo de la sala, una suerte de interruptor. Desde ahí, el gerente del cine habría de avisar si el volumen de los parlantes se ajustaba o no a la cantidad de público ese día. Todo se hacía se forma manual.

— ¡Imaginate na, hoy las películas vienen así en un cuadrado’i, vos ponés ese en el reproductor y ya se queda allí! —dice el operador, que sobrellevó todos los cambios de la tecnología.

La función que más vendió fue una película con el actor francés Alain Delon. Se vendieron poco más de 2.000 boletos. Era un Viernes Santo de los años ’70. La gente se abarrotaba en los pasillos, recuerda Mario, porque solo había, en total, unas 1.400 butacas.

 

 

Los que no tenían en cuenta los ardores humanos eran los de la Comisión de Moralidad de la Municipalidad de Asunción. Eran épocas de la dictadura stronista. Cada estreno debía pasar por los ojos de esos señores y señoras que ordenaban el corte de las cintas para evitar obscenidades y otras peculiaridades comunistas. Era la Guerra Fría (y caliente) del cine.

“En aquel entonces, las películas teníamos que pasar por la Comisión de Moralidad. Venían primero los periodistas. Después, la comisión te hacía cortar la película. Las pasábamos a las 9:00. Si había alguna parte obscena, te hacían cortar. Como yo conocía la película, ya iba marcando lo que más o menos me iban a pedir. Si flameaba la bandera rusa (soviética) en la película, se cortaba también. Si en la película se hablaba bien de Cuba, entonces se cortaba esa parte. Eso se hacía en cada estreno. Eso era en todos los cines, no era en el Victoria nomás”.

¿Y cuándo llegó la decadencia del Victoria? “Cuando se murió ese señor... ¿cómo se llamaba? ¡Somoza! Desde allí la Policía empezó a meterse en todas partes... Y después se puso ese parquímetro. La gente no sabía a qué hora iba a terminar la función y tenía miedo que se le multe; desde allí ya no vinieron más”.

Dieciséis fueron los años en los que Mario operó en el Victoria. Se iba a estrenar un nuevo cine, el Yguazú, sobre Colón, y él debía inaugurarlo. Fue el 24 de mayo de 1979, Día de María Auxiliadora. Un día antes, Alfredo Stroessner había ido a inaugurar el sitio. Lo que no recuerda el operador fue si el dictador se quedó o no a ver la función especial de Súperman que abrió las puertas de esa sala.

 

 

Casi diez años después, Juan Biedermann dejó la empresa y Mario pasó a trabajar con su hermano Carlos. Fue a Buenos Aires para hacer el envío de las películas desde la capital de Argentina. Pero allí también operó el proyector de la sala del Cine Electric —hoy llamado Monumental Electric— en las peatonales de Lavalle y Florida, en el corazón de Buenos Aires.

“Fui antes del golpe, el 19 de enero de 1989, a Buenos Aires. Fui a la distribuidora para enviar películas acá desde Buenos Aires. Estuve allí cinco años; iba y venía por mi familia. También inauguré los cines del Mall Excelsior, con El Rey León. Yo inauguré cines grandes: Cerro, Mall, Yguazú y los otros ya eran pasatiempos… La última película que pasé en cinta no recuerdo, pero fue el 26 de abril de 2015. Ahí me retiré de los cines, en el Mall. Ahora mismo estoy en el cine móvil. Por ejemplo, recién trabajamos en Capiatá, Encarnación y Carmen del Paraná”.

La peor. Para Mario Martínez, la peor película que vio en su vida es una reciente y es paraguaya: Mangoré. “Vi toda, pero en pedacitos. Íbamos a pasar en el Cine Guaraní, pero la máquina no daba para eso. Entonces llevamos nuestro equipo y armamos todo. Vi allí un avance de 30 segundos de la película y a mi compañero del móvil le dije: 'Esta película va a ser un fracaso'. Después hubo una función especial en el Mall, era a las 18:45. Se fueron algunos de los actores para hacer autógrafos, pero solo había dos personas en la sala. Después había una función a las 19:00, y esa ya se suspendió. ¡Qué piko le vas a hacer firmar a los actores si no hay gente!”.

La mejor. “Para mí, la mejor película que vi en toda la historia del cine fue Amor indio, una película mexicana. Con María Félix y Pedro Infante”.

Las pantallas más grandes y lindas. “La del Granados y la del Roma. Tenían 18 metros de ancho y ocho metros de altura. Esas salas se llenaban. Después vino el Yguazú, esa tenía 14 metros de ancho y ocho de altura. Ahora solo hay salitas, es una porquería. Antes cuando estabas en primera fila podías ver la película con todo, ahora ¡¿quién se te quiere sentar en la primera fila?!

La película que más tiempo proyectó: Titanic, estuvo varias semanas. Pero eran salas chicas. Antes, en el Victoria, una película tenía que meter 10.000 personas en una semana, si no se cambiaba. El Victoria se caracterizaba por películas de acción y para el pueblo, el populacho. El Granados traía buenas películas, también el Roma, Granados, el Colón y el Pettirossi.

Anécdota. “En el Cerro Porteño pasé una película que se llama Salerno, playa de invasión. Se quemó la película, se cortó. Y eso no podés evitar por el calor del carbón. Fue la única vez que me pasó”.

Mario Martínez Escobar dice que sobre el cine se puede hablar mucho. “En medio de un asado capaz van a salir muchas otras cosas más”. En su rostro se dibuja una sonrisa, como si fuera que le vuelve todo el tiempo atrás. Pero contó que su comida preferida es, sin embargo, el tallarín. “Con pollo o con carne, pero tallarín”. Viudo desde 2002 de Teresa López de Martínez, tiene cinco hijos, 11 nietos y cinco bisnietos.

— ¿Y qué te gusta tomar, don Mario?

— Whisky puro, a lo macho.

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Fotos: Marta Escurra, ABC Color. 

 

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