El retorno del Imperio vencido

En noviembre de 2017 en la ciudad rusa de Sochi, a orillas del Mar Negro, Vladimir Putin, Hasan Rouhani y Recep Tayyip Erdogan, presidentes de Rusia, Irán y Turquía, respectivamente, se reunían para delinear las acciones a seguir en Siria.

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Llamativamente ningún representante del mundo árabe fue invitado para definir el futuro de la nación presidida por Bashar al Assad. 

De nuevo los rusos ponían sus manos en una región en la que siempre habían sido actores principales hasta la caída de la Unión Soviética. 

Para tener una idea de esta influencia es importante saber que, antes que los británicos y que el propio Harry S. Truman, fue Joseph Stalin quien dio el consentimiento para la creación del Estado de Israel en 1947, motivado por apresurar la retirada del Imperio Británico y de los franceses que se habían repartido la región tras la I Guerra Mundial. 

Sin embargo, el apoyo a Israel desapareció en la década del 60, cuando los soviéticos comenzaron a ayudar política, diplomática y militarmente a los estados árabes como parte del juego de poderes con el que ambas superpotencias sometían al mundo durante la Guerra Fría

De esta manera países como Egipto, Siria, Yemen, Libia, Siria, Irak o Jordania resultaron beneficiados con este acercamiento y por supuesto que el apoyo también llegó hasta el Movimiento Nacional Palestino.

De hecho, la KGB fue la creadora de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), cuyo líder Yasser Arafat era muy próximo a Leonid Brézhnev, sucesor de Stalin. 

Como resultado de toda esa aproximación, hoy Rusia es el único capaz de llevar adelante, por ejemplo, una negociación concreta entre el Hamas (apoyado por Irán) y el Fatah (apoyado por Arabia Saudita), las dos organizaciones palestinas que controlan la Franja de Gaza y la Cisjordania respectivamente. 

El retroceso ruso a partir de 1991, tras la caída de la Unión Soviética, fue aprovechado por los Estados Unidos para plantar su bandera en la estratégica región donde solo tenía como aliados a Israel, Egipto y Arabia Saudita.

Pero esto comenzaría nuevamente a cambiar a partir de diciembre de 1999, cuando aparece en escena Vladimir Putin, un exagente de la KGB que toma las riendas de la Federación Rusa tras la renuncia de Boris Yeltsin.  

Una de las primeras decisiones del nuevo líder fue “volver a pisar fuerte en el Medio Oriente” y las amistades forjadas en los buenos años de la Unión Soviética servirían para la nueva causa imperial. 

Líderes como el libio Muamar el Gadafi o el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, estudiaron en la Universidad para Líderes de Moscú, por lo que no fue difícil obtener ese apoyo. 

 

A principios del siglo XXI, el “Imperio vencido” inicia el proceso de recuperación del estratégico Medio Oriente apoyando al eje chiita (Irán, Irak, Siria y el Hezbollah) sobre todo para equilibrar el apoyo norteamericano al eje sunita liderado por Arabia Saudita para luego avanzar hacia un mundo multipolar que dio sus primeros frutos en la reunión de Sochi, de la cual hablamos al inicio. 

Putin convirtió a Rusia en aliada de Siria, Irán y de los grupos Hezbollah en el Líbano y Hamas en la Franja de Gaza. Se ocupó de revertir sus dolorosos fracasos como no haber evitado la invasión de Irak por parte de los norteamericanos en el año 2003 y que culminó con la pérdida de uno de sus más valiosos y fervientes colaboradores, Saddam Hussein.  

Tampoco pudo detener la mal llamada Primavera Árabe, que se inició en 2011 y se extendió a los demás países árabes. Durante estas revuelta Rusia perdió a otra pieza fundamental de su tablero regional, el líder libio Muamar el Gadafi.

Es por eso que hoy Rusia no puede darse el lujo de perder quizás al más estratégico de todos sus aliados actuales luego de Irán, el líder sirio Bashar al Assad.  

 

Rusia tiene la más importante población musulmana de Europa. Alrededor del 16% de los 141 millones de habitantes del país son musulmanes, la gran mayoría pertenecen a la corriente sunita.  

Estos números demuestran la vital importancia del Islam en Rusia, pues con aproximadamente 20 millones de fieles a Mahoma y al Corán viviendo dentro de sus fronteras, Putin sabe muy bien que a Rusia no le conviene otra guerra interna similar a la del norte del Cáucaso entre partidarios de Al Qaida contra los progenitores de Daesh en la primera década del siglo XXI.  

A partir de mediados de los años 90 se producen cambios en una población de musulmanes moderados por influencia de Arabia Saudita y la Jihad cibernética que fue radicalizando a varios integrantes de este grupo religioso, tras lo cual comenzaron a migrar hacia Afganistán, Siria o Irak. 

Hoy la mayoría de los combatientes en Siria son musulmanes que provienen de países integrantes de la ex Unión Soviética, al punto que el segundo idioma de Daesh luego del árabe es el ruso. 

Como parte de su política de expansión y retorno al Medio Oriente, Rusia decidió apoyar al eje chiita por sus intereses en contra de Estados Unidos y, en una jugada magistral, dio libertad de acción a Ramzan Kadyrov, presidente de Chechenia e incondicional a Putin, para tratar con los países árabes sunitas. De hecho, la reconstrucción actual de Siria es llevada a cabo por mano de obra chechena. 

Estas decisiones han llevado a Rusia a convertirse en el puente que puede mediar entre el mundo chiita y el sunita, las dos corrientes musulmanas predominante en el Islam.  

En 2009 el entonces presidente de los EE.UU. Barack Obama había dicho que “Rusia verdaderamente era una potencia, pero solo en su región”, en clara referencia a los exintegrantes de la desaparecida Unión Soviética.

La reunión de noviembre pasado en Sochi y la evolución de los eventos en Siria demostraron que el expresidente estaba profundamente equivocado. El “Imperio vencido” había retornado a la región donde mejor se mueve y donde aún le quedan algunos de sus viejos amigos. 

Oficialmente Rusia está presente en Siria desde el 2015 junto a EE.UU., Francia, Reino Unido y otros países, como parte de una fuerza multinacional ordenada por el Consejo de Seguridad de la ONU y cuya misión es detener a Daesh.

Esta situación fue aprovechada para ayudar al antiguo aliado (Assad) a contener al FSA (Ejercito Libre Sirio por sus siglas en inglés) cuando este ya cercaba el Palacio Presidencial en Damasco. 

Ahora los rebeldes tienen el control de una pequeña parte del país, aunque los enfrentamientos persisten en algunos bolsones de resistencia en Damasco. 

También Rusia apoya la presencia de elementos de la Guardia Revolucionaria de Irán, que busca influenciar en Siria y en Yemen, convirtiéndolos en un dolor de cabeza para Arabia Saudita y Egipto, los dos países que encabezan el mundo árabe sunita. 

Y mientras Irán trata de extender su influencia hasta el Líbano a través de su conexión local, el Hezbollah, un grupo político militar islamista libanés que lucha contra los rebeldes en Siria, tiene puestos los ojos sobre Israel, su siguiente y casi inevitable confrontación, a decir de especialistas militares. 

Si cada uno lucha por sus intereses en suelo sirio, Turquía no podía quedarse atrás y ha despojado a los kurdos territorios que estos recapturaron de manos de Daesh.

Los bombardeos a la ciudad de Afrin, en el noreste de Siria y fronteriza con Turquía, tienen como objetivo devolver esas tierras a los casi 3 millones y medio de sirios que se refugiaron en Turquía huyendo de los combates entre kurdos y Daesh o entre el ejército de Assad y el Ejército Libre de Siria. 

Este juego de intereses ha generado cambios que décadas atrás eran absolutamente impensados.

Egipto y Arabia Saudita se han acercado a Israel,  aunque no lo hacen oficial ni público para evitar inflamaciones innecesarias en sociedades fácilmente radicalizables, pero se sabe que mantienen contactos estrechos, intercambio de datos de inteligencia y hasta  cooperación militar. 

Los recientes ataques químicos contra la población civil siria en Guta y Duma, que los países occidentales atribuyen al ejército de Assad, bien pudieron haber desencadenado algo más grave, pero los norteamericanos pusieron de aviso con anticipación a los rusos y estos a sus aliados iraníes de los planes occidentales de atacar objetivos concretos en Damasco y Horn

El resultado, una operación militar quirúrgica efectuada por EE.UU., Reino Unido y Francia, donde fueron destruidos dos supuestos depósitos de armas químicas en Horn y un centro de investigación en los alrededores de Damasco. 

Aunque Rusia no ocultó su desagrado por el ataque, no opuso mucha resistencia a los planes de Donald Trump. 

 

Rusos y norteamericanos se encuentran militarmente posicionados en el mismo territorio, luchando codo a codo por orden del Consejo de Seguridad de la ONU contra un enemigo común: Daesh. 

Pero al mismo tiempo, por un lado, dan apoyo a dos bandos enemigos en una guerra local: al gobierno de Assad los rusos y a los rebeldes del Ejército Libre Sirio los norteamericanos, aunque este apoyo es cada vez menor. 

Por otro lado están sus aliados regionales respectivos: Irán, que se encuentra operando en Siria a favor de Assad junto al Hezbollah, e Israel, que no está dispuesto a permitir que los iraníes se instalen definitivamente en territorio sirio, ambos enemigos a muerte y que de cuando en cuando intercambian “cachetadas” en la zona, con el riesgo que supone un mal movimiento de dos fuerzas con capacidad para incendiar toda la región si se lo propusieran.

Sin embargo, hasta ahora ha primado el interés de Rusia, quien al parecer es el que decide cómo deberían ser las cosas en la región incluso por sobre la inestabilidad de los Estados Unidos, quien aparece a ratos y desaparece por más tiempo.

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