Diez segundos para salvarse

La vida parece transcurrir lentamente en un oasis de producción en pleno desierto del Medio Oriente. Pero ese letargo no les está permitido a quienes viven en Kfar Azza, un kibutz distante a solo 200 metros de la Franja de Gaza... y de sus proyectiles.

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La decisión que un niño en edad escolar o de jardín de infantes pueda tomar en los siguientes 10 segundos (con suerte tal vez sean 15) luego de escuchar en un altoparlante la voz de una mujer que repite con calma pero de manera persistente la expresión: “¡Tzeva adom, tseva adom!” (¡Color rojo, color rojo!) puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte o, tal vez, entre estar a salvo o quedar lisiado de por vida.

Los niños del kibutz Kfar Azza, al sur de Israel y que dista solo 200 metros o menos de la cerca y el muro que los separa de la Franja de Gaza, son entrenados desde muy pequeños para identificar de manera instintiva la ubicación del refugio antibombas más cercano o, de no ser posible llegar a uno, por lo menos saber tirarse al suelo hasta que el peligro haya pasado, al menos por ese momento.

El sistema de alerta ha sido implementado en todo el país y, dependiendo de la zona, los residentes saben la cantidad de tiempo aproximado con que cuentan para buscar protección. Por ejemplo, en Jerusalén es más de un minuto y en Tel Aviv, 45 segundos. 

En nuestro concepto de vida occidental es muy difícil comprender la vida en ese tipo de circunstancias casi diarias.

Desde 2006, cuando Hamas, el grupo considerado terrorista por los Estados Unidos, Europa e Israel, se hizo con el control de la Franja de Gaza, una estrecha banda de tierra de 365 km² que limita con el mar Mediterráneo, el sur de Israel y el desierto de Sinaí en Egipto, más de 15.000 proyectiles de todo tipo han caído en la zona cercana a Kfar Azza, o bien en ella, nos cuenta Barda, jubilada, profesional de la fotografía y portavoz del kibutz.

 

Los morteros son los más frecuentes y los más peligrosos porque son más difíciles de detectar, por la baja altura y la corta distancia que recorre.

“Cuando es una granada de mortero solo tenemos entre 3 y 5 segundos para protegernos, por tanto es casi imposible pensar en buscar un refugio en estas circunstancias”.

Los proyectiles de mortero no son detectados por ninguna alarma, son lanzados en grandes cantidades de una sola vez y solo al estallar el primero, uno puede darse cuenta de que han llegado.

“Por tanto, la consigna es: apenas se escuche el primero sin alarma previa, acostarse o correr al refugio, porque es casi seguro que en los próximos tres segundos siguientes otra ráfaga de morteros estará cayendo en los alrededores del primero”.

“Lo que más daño causan son los cohetes Qassam, de fabricación casera. Un rudimentario caño de metal al cual le cargan bolitas de acero, pedazos de vidrios, trozos de metal y detergente, este último para hacer más expansiva la distribución de esquirlas y así amplificar los daños”.

 

“Antes del 2005, nosotros íbamos a comprar a Gaza, íbamos a la playa, al mercado, estamos a solo 10 minutos del mercado, ellos (los palestinos de Gaza) trabajaban en la zona, teníamos muchas relaciones comerciales con ellos, pero cuando Israel se retiró y dejó la administración a la Autoridad Palestina, no pasó un año antes que comenzaran a llover literalmente los proyectiles en la zona”.

Hoy, la situación en ambos lados de la cerca es diametralmente opuesta. Mientras en Kfar Azza, la seguridad es la mayor preocupación, sus vecinos de Gaza sufren un drama humanitario que tiende a agravarse.

“Somos civiles, no somos soldados, somos gente de paz, creemos en la paz y al comienzo no sabíamos qué hacer, cómo actuar, mucho menos cómo defendernos o cómo proteger a nuestras familias de estos ataques”.

 

Afortunadamente, la Fuerza de Defensa de Israel desarrolló el sistema de alerta “Color Rojo” y comenzó a construir en los kibutz de la zona y al costado de las carreteras refugios para protección ante estos ataques.

Pero en el caso de las guarderías infantiles o casa de bebés dentro del kibutz, colocaron un techo de concreto de más de medio metro de espesor, rodeado por paredes similares y con pequeñas ventanas con doble vidrio blindado.

De esta manera, los más pequeños se encuentran protegidos durante toda la jornada escolar.

Los residentes de Kfar Azza afirman que sus oídos están entrenados para distinguir si el impacto ha sido dentro del campo o en los alrededores.

A pesar de los cuidados o entrenamientos, no siempre se ha podido evadir con éxito los ataques desde Gaza. En junio de 2008, Jimmy Kedoshim, un residente del kibutz, se encontraba trabajando en el jardín de su casa cuando uno de esos proyectiles cayó frente a él matándolo instantáneamente.

En 2014, el Kibbutz fue zona militar durante la última guerra contra Hamas y en las paredes se pueden observar rastros de las esquirlas de las granadas de mortero o los impactos de los Qassam.

En ese lapso de dos meses, la mayoría de las familias fueron obligadas a salir de la zona por seguridad. Fue algo muy difícil para todos, por el vínculo que se genera entre familias por el modo cooperativo de vivir.

 

Con todos estos relatos con seguridad, más de uno de nosotros dudaría en seguir viviendo en un lugar así, pero hoy 70 familias esperan ansiosamente que su solicitud sea aceptada para mudarse a Kfar Azza, un oasis en el desierto del sur de Israel.

“A pesar de toda esta situación, hemos decidido vivir y criar aquí a nuestros hijos. Para mí es más difícil porque soy militar retirado, trabajé en la Inteligencia y estoy al tanto de lo que sucede al otro lado de la cerca”, relata Ori, retirado dos años atrás de la Fuerza de Defensa de Israel y nacido en Kfar Azza, al igual que sus tres hijos y sus padres, quienes siguen viviendo también en el mismo lugar.

“Es muy desafiante vivir en Kfar Azza porque estamos cerca de Gaza y somos parte de la periferia de Israel, desde el punto de vista socioeconómico”.

 

El kibutz cuenta con una fábrica de plástico que exporta sus productos al extranjero, lo que permite ingresos necesarios a sus residentes para llevar un alto nivel de vida en él.

También Kfar Azza cuenta con la empresa más grande de Israel en el rubro de la iluminación y muchos integrantes del kibutz dedican su tiempo a la agricultura.

Se puede observar cultivos de algodón o maíz a solo metros de la cerca electrónica (no eléctrica) de seguridad. Esta cerca se extiende a lo largo de 63 km y posee unas torretas equipadas con ametralladoras que son controladas de manera remota y sirven como disuasión para quienes se atrevan a intentar cruzarla o en algunos casos acercarse demasiado.

Cada miembro del kibutz trabaja en lo que quiera, pero tiene que realizar un pago, parte de sus ingresos, para beneficio del grupo. Los hijos de los residentes pueden vivir en él y construir su propia casa, pero si alguien quiere ingresar sin ser familiar, se llena una solicitud y los miembros del kibutz votan para aceptarlo o no.

 

Hoy, que nuevamente llegan noticias de cohetes lanzados desde la Franja de Gaza, podemos tener una visión algo aterradora de cómo se está desarrollando la vida en el kibutz Kfar Azza, a solo 200 metros de la cerca.

Al otro lado de la cerca se observa una densa columna de humo. “Están quemando basura en Gaza”, nos cuenta Barda.

“Luego, vendrán a depositarla cerca del muro y por las noches llegarán niños a buscar algo de valor entre los restos”.

Así transcurre el día en el kibutz más cercado a la Franja de Gaza, la misma que ahora está en ebullición tras la decisión de Donald Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel, mientras los demás países árabes sunitas de la región miran disimuladamente a otro lado cuando luchan contra sus propios fantasmas, o tal vez sea un guiño de complicidad pensando que es más importante enfocarse en la sombra persa que sobrevuela ya una parte importante del Medio Oriente.

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