Cenicienta y la aletheia

Podemos leer la historia de la Cenicienta, sostiene la filósofa Montserrat Álvarez, como una metáfora de la aletheia.

La Cenicienta y el Hada Madrina en un dibujo de Edmund Dulac, 1910
La Cenicienta y el Hada Madrina en un dibujo de Edmund Dulac, 1910

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Antes de que Perrault lo hiciera en francés y los hermanos Grimm en alemán, Giambattista Basile escribió en dialecto napolitano una historia que puede ser entendida como metáfora de la aletheia: la historia de Cenicienta.

Este militar, cortesano y poeta que firmaba con el pseudónimo de Gian Alesio Abbattutis recogió en su Pentamerón –póstumamente publicado en dos tomos (1634 y 1636) y, según Benedetto Croce, «el más antiguo, rico y artístico de todos los libros de fábulas populares»–el cuento de Zezolla, Cenicienta barroca del siglo XVII a quien sus familiares más cercanos –su madrastra y sus hermanas– se dedican a maltratar.

Por un lado, con hechos: la obligan a vestir harapos, a ser su sirvienta, a dormir en el piso. Por otro, con palabras: la insultan, la calumnian, se ríen de ella. Vejando su belleza física y negando su belleza interior, intentan arruinar en el plano material y en el simbólico todas sus buenas cualidades. La llaman la Gatta Cenerentola, «la Gata Cenicienta», burlón apodo que da título al cuento de Basile.

Basile nació en el siglo XVI, pero esta historia es mucho más antigua. Ya hacia el año 1000 una Cenicienta japonesa cruza el Genji Monogatari de Murasaki Shikibu. Y una Cenicienta griega figura en la Varia Historia de Claudio Eliano: la hetaira Rodopis. A quien Herodoto menciona en el segundo libro de sus Historias, y de quien Estrabón, en el décimosexto libro de su Geografía, cuenta que un águila le robó una sandalia que llevó al rey de Menfis, que salió en su busca, la encontró en Náucratis y la desposó. Mientras en el Medio Oriente del imperio de los sasánidas una joven maltratada por sus hermanas, que envidian su belleza y su bondad, atraviesa Las mil y una noches. Y la zapatilla de cristal de Perrault es delicada ajorca de diamantes en el tobillo de la Cenicienta árabe.

Volviendo a la Modernidad, a la versión de Basile la sigue en el tiempo la del académico Charles Perrault, «Cendrillon ou La petite pantoufle de verre», incluida en sus Histoires ou contes du temps passé, de 1697. Es la más amable, como la más cruel será «Aschenputtel», recogida por los filólogos Jakob y Wilhelm Grimm en Kinder und Hausmärchen (Cuentos de la infancia y del hogar), de 1812.

En este libro, cuando el príncipe, buscando a la joven de la que se ha enamorado en el baile, se detiene en casa de Aschenputtel, la madrastra obliga a sus hijas a cortarse los pies hasta que quepan en la zapatilla, pero su plan fracasa al desangrarse los amputados miembros. Sale entonces de la cocina la Cenicienta germánica y la calza, revelándose como su dueña. El día de la boda, las hermanastras acuden a tratar de reconciliarse con ella, pero bandadas de palomas hitchcockianas les arrancan los ojos a picotazos, cegándolas de por vida.

Luego de Aschenputtel llegan a la imprenta la Cenicienta rusa, la portuguesa y la inglesa. La primera, Basilisa la Bella, Vasilisa Prekrasnaya, con la antología de cuentos populares de Aleksandr Afanasiev Narodnye russkie skazki, publicada en ocho tomos entre 1855 y 1863. La segunda, la Gata Borralheira, con las antologías de Zófimo Consiglieri Pedroso publicadas en la década de 1880, y la tercera, Catskin, con las publicadas por Joseph Jacobs en la década de 1890.

Resumiendo las versiones más famosas: Cenicienta vive maltratada por su familia; el hada madrina, con su magia, convierte sus harapos en ricos atavíos y la envía al baile del palacio; el príncipe se enamora de ella, que huye y pierde una zapatilla (o sandalia, o ajorca) con la que él parte en su busca; la encuentra, la desposa y viven felices para siempre. Esta, grosso modo, es la trama de todas las recreaciones modernas del antiguo cuento, desde la ópera de Rossini (1817) hasta el film de Kenneth Branagh (2015), pasando por las películas mudas de Méliès Cendrillon (1899) y Cendrillon ou la Pantoufle mystérieuse (1912)–, el ballet de Prokofiev (1945) o el clásico animado de Disney (1950). Aunque el cortometraje de Lotte Reiniger Aschenputtel (1922) tiene una dosis extra de tradición oral alemana, la fuente principal es generalmente la versión de Perrault –de ahí (Balzac dixit) el detalle del calzado de cristal (1)–.

En todas las versiones del cuento, quienes se ensañan con Cenicienta son los más cercanos a ella, los miembros de su familia. Como en viejos relatos bíblicos (Abel y Edom, víctimas de sus hermanos), el móvil es la envidia del más próximo. Los maltratos que Cenicienta sufre van de los más simples –la insultan, la castigan, la explotan– a los más sofisticados –le atribuyen actos que no ha cometido, intenciones que no tiene, odios que no siente…–, pero todos cumplen la función de destruir su dignidad, despojarla de su identidad, negar su evidente valor. Aun así, no es solo una historia sobre el injusto sufrimiento del envidiado, sino también sobre el triste destino del envidioso: los malvados en estos cuentos son feos físicamente porque el odio que esconden los consume en secreto hasta que, a pesar suyo, su apariencia los delata. ¿Cabe un peor final?

Y aquí llegamos al concepto griego de la verdad como aletheia –concepto que Heidegger, sabido es, opuso al de la verdad como adequatio rei et intellectus, que dominó la filosofía medieval y moderna–. La aletheia es la verdad, pero también es el Ser. Es lo no oculto y lo que se desoculta, lo a-lethés, lo que sale a la luz, contra lo disimulado y lo encubierto.

En esta historia, el ojo envidioso no ve la belleza y ve, en cambio, fealdades que no existen porque necesita justificar su odio, inventar motivos ficticios que legitimen su rabia, hacer que parezca justo su rencor. La paradoja es que Cenicienta, cuanto menos odio merece, más odio inspira, porque en realidad no es odiada por sus defectos, sino por sus virtudes.

Por eso el lujoso disfraz que lleva al baile no es disfraz, sino lo contrario: la magia del hada no oculta a Cenicienta: la revela. Su vestido no la cubre: la desnuda. El príncipe se enamora porque, tal como la envidia es ciega, el amor es clarividente.

Notas

(1) Quizá el primero que atribuyó el material de la pantouffle a un error de Perrault fue –por boca de un personaje de una de sus novelas– Balzac: «Ce mot, depuis cent ans, est si bien tombé en désuétude que, dans un nombre infini d’éditions de contes de Perrault, la célèbre pantoufle de Cendrillon, sans doute de menu vair, est présentée comme étant de verre». Honoré de Balzac [1841], Sur Catherine de Médicis, Lausanne, Rencontre, 1968.

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