Como saben, Narciso es un personaje de la mitología griega, un joven bello y vanidoso, incapaz de amar a los demás, que se enamoró de sí mismo y quedó extasiado mirándose en el espejo de las aguas de un lago hasta morir. El narcisista es el centro de sí mismo y de todo su entorno, y al mismo tiempo en él invierte la totalidad de capacidad de interés.
El narcisismo no se da solamente en adolescentes y jóvenes, como dice Pat McDonald en su libro “Narcisismo en el mundo moderno”; basta observar la autopromoción en las redes sociales, la búsqueda de fama a cualquier precio y la difusión de la cirugía estética para comprender cómo esta tendencia egocéntrica crece progresivamente en las sociedades de occidente. Las investigaciones más alarmantes sobre la expansión de la patología narcisista son probablemente las de la psicóloga norteamericana Jean Twenge, de la Universidad Estatal de San Diego, quien en su libro “Epidemia narcisista” afirma que desde 1980 esta epidemia ha crecido al mismo ritmo que la obesidad. Confirmó sus preocupaciones después en su libro “Generación YO”.
Desde otra perspectiva Gilles Lipovestky, en su interesante análisis sobre la “Hipermodernidad”, nos confirmará en los contrastes con que vivimos la afectividad al describir la ansiedad afectiva subyacente al consumismo propio de la postmodernidad, que en la hipermodernidad se caracteriza por la fuerte inversión en el consumo de emociones: turismo de aventuras, turismo erótico, espectáculos de terror, placer de velocidad y riesgo, etc.
Bauman completa el panorama describiendo las características de nuestra “sociedad líquida”, donde los vínculos no son sólidos y no soportan los compromisos estables. Y mirando otros horizontes del panorama afectivo nos encontramos con los nubarrones y tormentas de las plurales y terribles formas de violencias, desde las más íntimas, como los feminicidios y abusos y violaciones de mujeres y menores en las entrañas de los hogares, hasta las violencias de las presiones alienantes, creando las dependencias de las malditas drogas destructivas de voluntades, afectos y sistemas nerviosos. No digamos las violencias criminales de las delincuencias, el terrorismo, los secuestros, los asesinatos, las guerras y la interminable y loca producción de armas biológicas, químicas y atómicas.
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En contraste radical el panorama nos ofrece todo lo contrario: jóvenes generosos, idealistas, creadores de vínculos de paz y vida, como Médicos sin fronteras, Cuerpo de Paz, Voluntariados, religiosos y religiosas que dan sus vidas para dedicarse a enfermos con lepra, con sida, ancianos abandonados, cottolengos, etc. Hogares llenos de amor, paz, alegría, amigos fieles, respetuosos, incondicionales. Nuestro mundo también produce “Teresas de Calcuta”.
Los horizontes negros, turbios, ambiguos que tienen secuestrada a la afectividad fecunda, creativa, vital, profunda humana y humanizadora son escenarios que nos desafían, nos obligan a pensar y renovar las fuerzas creadoras de flujos caudalosos de amor, porque el desamor y la soledad, como la violencia y la indiferencia, solo se curan con justicia y amor.
Mirando el panorama afectivo surgen muchos cuestionamientos y entre todos ellos destaca en relieve uno: la educación de la afectividad. Si siempre ha sido necesario educar la afectividad, en este contexto ante este panorama, además de necesario, es urgente. Y no basta cualquier educación, porque la educación familiar de la afectividad está empobrecida por las frecuentes crisis afectivas de los matrimonios y por la escasez de tiempo y débil preparación para ofrecerla. Y la educación escolarizada ha presupuesto la educación afectiva y ha decidido dedicarse a la formación en ciencias y a la capacitación para el trabajo, la competitividad y la productividad, infravalorando la calidad de educación para el desarrollo humano. Urge replantearnos la educación de la afectividad.
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