Por una Aletheia guerrera

Hay que ser implacables en el arte de sospechar, en primer lugar de aquello de lo que nadie sospecha, afirma Montserrat Álvarez.

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VOLUNTAD DE FUTURO

Su hermenéutica genealógica reveló los modos de valorar que infectan la vida moderna e hizo de la crítica una acción transformadora. Por las fisuras de su época, vio que se aproximaba el nihilismo y, por ello, de un modo u otro, su voz siempre nos dice: «¡Todo está derrumbándose!» Su personalidad ha marcado el destino de la historia de las ideas. Después de milenios del continuum que abarca la Antigüedad y el cristianismo, anunció que nos habíamos perdido, que esa ruta fue un error, que había que desandar todo el camino. No ha existido jamás cuestionamiento más radical, ataque más despiadado, negación más absoluta, sometimiento más implacable de todo el pasado a una crítica tan demoledora, ni más ferviente, poética y salvaje voluntad de futuro.

La filosofía pudo ser desde su origen en parte disciplina intelectual y en parte –en el mejor y más riguroso sentido de la palabra– literatura, pero en la voz de Nietzsche fue clara y definitivamente ese misterio que a veces llamamos arte. Y en consecuencia fue vicio, poesía, pasión y, sobre todo, guerra.

«Su arte del análisis psicológico», ha señalado Eugen Fink, «posee una altura suprema». Suprema, cabe añadir, como su insólito olfato de sabueso para detectar el sentido de los signos históricos. Y como su obstinación para seguir cual fiera su destino, que terminaría por ser en parte el de todos, una vez cumplido su propósito, porque después de su obra nada volvió a ser lo mismo. «Yo no soy un hombre», dijo él, «soy dinamita».

ALETHEIA GUERRERA

El análisis como lucha, el desenmascaramiento como gesto filosófico, la filosofía y la inteligencia mismas como signos de valentía, como capacidad y vocación de desnudar de sus mentiras cobardes al «rebaño», la aletheia guerrera es el ritmo que anima sus palabras. Ritmo que arrastra al Foucault que disecciona los ocultos o tácitos cimientos de nuestra sociedad y rescata perspectivas soslayadas para así radicalizar y profundizar el pensamiento. Es el ritmo que conecta a Nietzsche y Foucault en la práctica de la filosofía como desafío.

Un permanente desafío a cruzar las fronteras y traspasar los límites una y otra vez. Así (en Tecnologías del yo, Barcelona, Paidós, 1996), Foucault ha escrito: «Nietzsche fue una revelación para mí. Sentí que había alguien muy distinto de lo que me habían enseñado. Lo leí con gran pasión y rompí con mi vida: dejé mi trabajo en el asilo y abandoné Francia; tenía la sensación de haber sido atrapado. A través de Nietzsche me había vuelto extraño a todo eso».

«El espíritu que se ha hecho libre», dice Nietzsche, «se enfrenta a la realidad y transforma la práctica y la valoración en acción». En acción que deja atrás los viejos postulados y credos, critica libremente, forja sus propios valores, enriquece la existencia, altera la realidad. Poder ver la realidad de otra forma es poder imaginarla de otra forma, y eso es crear, y crear lleva a actuar. Pero para crear hace falta, primero, destruir lo caduco. «Que los muertos entierren a sus muertos», dijo Jesús; y añade Zaratustra: «Yo me uniré a los que crean, a aquellos que cosechan y que celebran fiestas».

GENEALOGISTAS INCÓMODOS

Proyecto de Nietzsche, la genealogía prosigue en Foucault. Ambos incomodan (quizá incluso ofenden) por su actitud cuestionadora de verdades (supuestamente) eternas o absolutas y su disección sin miramientos de valores morales. Su forma particular de relativizar todo, de reírse de cualquier pretendido carácter «universal», «esencial», «indiscutible», los ha hecho autores aún (hasta hoy, en algunos casos) detestados por muchos.

Ambos le arrebatan hasta a la verdad misma su carácter objetivo, solemne, e incluso, por así decirlo, moralmente superior, sagrado, en fin, todo cuanto en ella alimenta la «vanidad» de los hombres, como expresamente declara Nietzsche (en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, 1998), porque hasta la verdad misma es tan solo un producto de la humanidad, de la hipócrita, cruel, mediocre humanidad, y, como tal, es propia de sus «bajos fondos», como duramente declara Foucault (Dichos y escritos, Madrid, Editora Nacional, 2002).

La verdad no es más que un producto histórico, como cualquier otro invento. Las verdades «son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son», dice Nietzsche; la verdad es un «error que tiene a su favor el no poder ser refutado, sin duda porque la larga cocción de la historia la ha vuelto inalterable», dice Foucault.

OKTOBERFEST

En Foucault, el pensamiento crítico de Nietzsche se prolonga con otros recursos y otra voz. Y este octubre, por más que suene naïf –o, peor, supersticioso, «horoscopero» y astrológico–, cómo no recordar el cumpleaños de ambos, que, además de coincidir en que son quizá los filósofos más influyentes de nuestra era –o, como mínimo, están en el top ten–, coinciden en haber nacido el mismo día: el 15 de octubre de 1844 Friedrich Nietzsche, el 15 de octubre de 1926 Michel Foucault.

(Y cómo no recordarlos más este año, si el miércoles 15 de octubre, hace una semana y pico, en pleno cumpleaños doble, un hecho importante para lo que hace décadas es la «vida filosófica» coincidió con este aniversario. Uno de los dos autores del –físicamente– pesado manual que tantos días y noches paseamos bajo el brazo muchos miembros de varias generaciones de estudiantes de filosofía (me refiero a los muy ilustres y fotocopiados tomos de la Historia del pensamiento filosófico y científico, de Reale y Antiseri), el anciano profesor Giovanni Reale (a quien tanto debimos en los primeros días estudiantiles, y debemos, por su amable, asequible, y no por ello menos excelente, síntesis), murió, en su casa de Luino, por la mañana, a los 83 años.

Friedrich Wilhelm Nietzsche –de cuyo nacimiento, en 1844, se cumplen ciento setenta años en este 2014– nació en un pueblito cerca de Leipzig, Röcken, hijo de un pastor evangélico, y fue filósofo, poeta, músico y filólogo, y Paul Michel Foucault –de cuya muerte, en 1984, se cumplen cuarenta años en este 2014– nació en Poitiers, hijo de un médico cirujano, y fue filósofo, teórico social e historiador de las ideas, y ambos marcaron indeleblemente nuestro pensamiento contemporáneo.

EL ARTE DE SOSPECHAR

Ambos fueron implacables en la ciencia y el arte de sospechar, y de sospechar, obviamente, a fuer de buenos, inteligentes, combativos suspicaces, en primer lugar de aquello de lo que nadie sospecha, de resistirse a aceptar lo que todos aceptan sin siquiera percatarse de que lo han aceptado, y cuya veracidad nadie cuestiona, y de ponerlo en cuestión, y de ver, en suma, hasta –o, mejor dicho, sobre todo– lo invisible.

Porque «todas las cosas que duran largo tiempo se embeben progresivamente y a tal punto de razón que parece increíble que hayan tenido su origen en la sinrazón», como escribió Friedrich Nietzsche en Aurora; y porque somos «juzgados, condenados, clasificados, obligados a competir, destinados a vivir de un cierto modo o a morir en función de unos discursos verdaderos que conllevan efectos específicos de poder», como escribió Foucault en uno de los textos incluidos en su Microfísica del poder.

PUES QUE VENGA DE NUEVO

Por todo esto, ambos juegan con (aparentes) paradojas (que lo son para quien da por sentado que hay «verdades eternas»). Nietzsche juega con la paradoja (aparente) de hacer la genealogía de la moral, y Foucault, con la de hacer la arqueología del saber. Pero, más allá del juego, se trata de entender cómo hemos llegado a ser lo que somos, qué discursos han dado lugar a nuestras ciencias, figuras epistemológicas, sistemas de pensamiento, experiencias del mundo. Tienen un origen. Se dan en el tiempo, se dan en la historia; no son eternos ni absolutos ni indudables ni hiperuranios. No existe Dios (o, como en La gaya ciencia, Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado).

No existe una verdad, un saber ni un ser «afuera» de la historia, ni un sustento ontológico que fundamente ninguna certeza superior; porque Dios ha muerto, como anuncia Nietzsche, y porque todo está en su lugar y en su época y no puede ser sino relativo a su episteme, dice Foucault (la episteme que conecta en tal contexto las diversas prácticas discursivas entre sí –y que lo hace de la contingente forma, cabe añadir, que es propia de los frutos del tiempo–).

Y esto es todo lo que hay. ¿Te parece poco? Es que, aunque Dios ha muerto, la sombra de su cadáver nos cubre aún; por eso puede que esto te parezca absurdo y poco.

Pero aunque eso creas, no lo es, dice Nietzsche. Vamos, abraza el pesimismo de los fuertes. El amor fati. Di: ¿Esto era la vida? ¡Pues que venga de nuevo!

montserrat.alvarez@abc.com.py

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