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Una mañana de febrero de1971, Aldo Zuccolillo nos convoca a Luis Alberto Mauro y a mi. Tenía en la mano copia de un decreto, originado en el ministerio de Industria y Comercio, que establecía privilegios a una entidad que reunía a los ingenios azucareros del país. El director nos encargó averiguar la relación de los productores de caña de azúcar con las empresas.
Así lo hicimos en las distintas localidades guaireñas con entrevistas a centenares de agricultores, junto con sus familias. El resultado de las investigaciones no pudo ser peor. Desde hacía años las empresas mantenían, por ejemplo, la “zona de influencia” respaldada por un decreto inhumano. Significaba que ningún cañero podía vender su producto a otro ingenio que quedara más allá de los 25 kilómetros de su domicilio. Con esta medida, los ingenios se aseguraban la materia prima, imponer condiciones, siempre injustas, y dejar al agricultor sin la posibilidad de vender su producto aunque le sobre varias toneladas. La serie, “Amarga caña dulce”, tuvo consecuencias positivas. Algunas de ellas: se eliminó la zona de influencia, los cañeros fortalecieron una entidad que los nucleaba y, lo más importante, tuvieron conciencia de que había sido que tenían derechos.
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Al ser nombrado jefe de redacción, Mauro ya no pudo seguir con la investigación. No me quedé solo. Al igual que al inicio, muchas personas colaboraron con la tarea periodística desafiando el enojo de los empresarios que buscaban vengarse “de sus enemigos y los del gobierno”.
Me acuerdo de un caso, hasta pintoresco: Un señor, anciano ya, conocido como Juancito, nos contó las arbitrariedades de los ingenios en su relación con los cañeros. Quedamos en que otro día nos daría más datos. Publicamos la primera parte de la historia. La segunda, ya no pudimos hacerlo porque nuestro informante fue secuestrado. Lo sacaron a la fuerza de su domicilio ubicado en el barrio Carobení, de Villarrica. Cuando sus familiares nos contaron la desaparición, publicamos el hecho en primera página, con fotografía, y este título: “¿Dónde está Juancito?”. Apareció unos días después, en Asunción, con enredadas explicaciones de sus familiares. A él no le permitieron hablar. Por las dudas.
La prostitución en Hernandarias
Al inicio de 1979 viajé, como otras veces, al Departamento de Canindeyu en compañía, como casi siempre lo hacía, de Justo Meza, amigo y colega con quien hemos acercado a la opinión pública las primeras informaciones sobre la “invasión brasileña”.
A nuestro regreso a Asunción, por Hernandarias, encontramos a un grupo de vecinos y policías a orillas de un arroyo. Comentaban el hallazgo de una joven que se había ahogado. Repetían que la víctima era “del prostíbulo”. Mi compañero, Justo, tenía que viajar a Europa y seguimos de largo. Dos o tres días después regresé a Hernandarias con Macario Zayas, el chofer que me acompañaba en casi todos los viajes. Zayas era un excelente compañero y profesional. Pero tenía un defecto que me atormentaba por las noches: roncaba como si fuera a estallar la garganta. Era un ronquido que le salía de las entrañas acompañado de silbidos. Cuando cesaba, no era sino para regresar con más fuerza. ¿Por qué no dormía en otra pieza? Porque no había hoteles, en general, sino posadas con una sola habitación y cuatro camas, en el mejor de los casos.
En Hernandarias la situación mejoró con un confortable Hotel. Con sus propietarias tuve una acabada información acerca de los burdeles. En la orilla de la ciudad –en realidad, un pueblo polvoriento, entonces, con casas de madera- funcionaba todo un barrio con 40 casas –casillas de madera- y 400 chicas al servicio de los obreros que comenzaban a construir lo que sería la represa más grande del mundo. Por las noches, el barrio lucía como Las Vegas con sus luces de colores. De día, era un espectáculo deprimente. Mis primeras notas habían causado la ira de las autoridades y de las madamas. Después pasaron a causar amenazas de muerte. Se entendía.
Relaté la explotación a la que eran sometidas las muchachas que dejaban gran parte de su dinero para sobornar a la policía, al director del Centro de Salud que cobraba por inspección médica quincenal que nunca lo hacía; al juez de paz cuya esposa tenía la exclusividad para vender cosas a las chicas al doble de su precio normal; al Delegado de Gobierno –hoy Gobernador- que también cobraba por la protección. En fin, todo el mundo ganaba menos las únicas que “trabajaban”.
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La parte más condenable de esta actividad era la presencias de menores de edad, traídas por las madamas de otras localidades con el cuento a los padres de que la iban a hacer estudiar y tenerla como una hija.
La campaña periodística tuvo un final feliz: salí vivo, se clausuró el barrio y hemos rescatado a una muchacha quien, ya en Asunción, nos dio más noticias del calvario que le tocó vivir como a muchas otras.
La captura de un Luisón
Habrá sido a mediados de 1970 que recibí la llamada de un comisario de Ybyraro (hoy J. Augusto Saldívar). Muy entusiasmado, como victorioso, el policía pidió la presencia de un periodista y un fotógrafo para registrar la noticia de que su personal había capturado a un luisón hacía apenas una hora. Habrá sido el mismo tiempo que empleé para llegar a la comisaría en compañía del fotográfo. Nos encontramos con un grupo de personas rodeando a un hombre de mediana edad, moreno, flaco, con la mirada perdida. Estaba atado a un poste en el patio de la comisaría bajo un sol inclemente. Era el luisón que el comisario nos presentó triunfal.
¿Qué había sucedido?
En la madrugada los vecinos escucharon ladridos insistentes de muchos perros que seguían de lejos a uno grande y negro. Un grupo de hombres, con armas de fuego y machetes, siguieron al perro negro que se les perdió en un pequeño bosque. Regresaron al amanecer y encontraron, profundamente dormido, al hombre que luego estaría maniatado a un poste en la comisaría. La publicación de este hecho hizo que el “luisón” fuese liberado de inmediato. Se trataba de un señor de apellido Benítez, de unos 40 años, domiciliado en Barrio Obrero, ex estudiante de derecho. Aparte de darse a la bebida tenía la razón en las nubes. Solía hacer esas escapadas de su casa. Desde la semana siguiente a su apresamiento, Benítez visitaba el diario con frecuencia.
Este suceso me sirvió para escribir “El grito del luisón”, un drama que señala los males de la superstición.
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“La invasión” brasileña
Se trataba, realmente, de una invasión. Era una oleada incesante de colonos que cruzaban nuestra frontera, se establecían en un sitio, lo limpiaban de árboles, levantaban una “casa” de hule y trabajaban la tierra desde el amanecer hasta la entrada del sol. Esta laboriosidad pronto fue el cimiento de lo que serían, hoy, ciudades como Salto del Guairá, La Paloma, Katuete, Puente Kyha, Corpus Chisti y tantas otras localidades de los Departamentos de Canindeyu y Alto Paraná. Eso sí, estas realizaciones tuvieron un costo muy alto como la pérdida para siempre nuestros bosques.
Nuestra presencia por los sitios mencionados, más otros muchos, servía también para denunciar sin descanso, y para nada, el robo de nuestras maderas que pasaban al Brasil de día y de noche.
La masiva llegada de los colonos extranjeros destapó también la imparable codicia de las autoridades que estafaban a los nuevos pobladores sin pudor alguno. Colonos de Salto del Guairá me mostraban pagarés que habían firmado en el juzgado por una alta suma de dinero y que tenían que pagar bajo amenaza de se apresados. Para más, ni siquiera sabían el motivo. La publicación de esos documentos interesó a las autoridades judiciales de Asunción y ordenaron al juez que devolviese a quienes lo habían firmado. Luego de esta intervención regresé a Salto. Me informaron que el juez, a través de otras personas, me daría una lección que aprendería otros periodistas si fuesen a hacerles el mismo “daño”. Con mi infaltable compañero, Macario Zayas, estuvimos en el único hotel propiedad de un señor Peralta. Cenamos, pagamos la cuenta, e hicimos escuchar que ya íbamos a dormir. Salimos por la ventana y amanecimos en La Paloma sanos y salvos.
En Salto ya funcionaban algunas escuelas cuyas maestras, no todas, se contactaron con nosotros para denunciar que hacía tres o cuatro meses que no cobraban el salario. Publicamos esta información, y dos días después aparecen en el diario todas las maestras en un vehículo del ejército. Como era de rigor en estos casos, las educadoras pasaron primero por el diario “Patria”, vocero del gobierno. Luego pidieron audiencia con Zuccolillo. El motivo era negar que se les debía, que siempre el ministerio de Educación les pagaba con puntualidad. Entre las presentes, estaban cinco de las que hacía meses no cobraban. Las maestras estuvieron acompañada por la esposa del comandante de la unidad militar de Salto. Por si acaso.
La rendición de cuenta
Los viajes tenían un costo para el diario. Al regreso era obligatorio que el periodista rinda cuenta documentada sobre sus gastos. En una ocasión –una sola- después de un largo y accidentado viaje por Canindeyú el contador me pidió, naturalmente, que demuestre cómo y cuánto había gastado para que, según el caso, me repongan o yo devuelva el sobrante. Siempre nos gustaba llevar, por precaución, galleta kokito , vaca´i o picadillo. Al pasar Curuguaty nos tomó una lluvia que nos paralizó en medio de la selva. Estuvimos tres días Zayas y yo sin movernos del vehículo. En esas condiciones el barro colorado es una barrera insalvable. Total, ante la insistencia del contador, le pasé la siguiente rendición: por no dormir, por la picadura de mosquitos, por pasar hambre, por tener frío, por destruir mi calzado en el barro intentando mover el vehículo, y otros asuntos, le pasé una suma que doblaba lo recibido. Nunca supe si entendió o no pero la administración cambió de modalidad en la entrega de los viáticos.
En fin, hay tantas cosas que de las publicaciones de un diario que cumple 57 años de vida apasionante y apasionada.
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