El Paraguay no se ha independizado hasta ahora de la corrupción

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Se cumplen hoy 209 años de aquella noche en que nuestros próceres decidieron alzarse en armas contra el poder colonial español y dar a nuestra nación su independencia política. Liberado de las cadenas de opresión colonial, el Paraguay inició su larga marcha en pos de la preservación de su libertad y de su integridad territorial escribiendo con sangre, sudor y lágrimas una épica historia admirada por el mundo entero. Pero así como la preservación de nuestra independencia e integridad territorial nos confrontó con el desafío de defenderla a capa y espada contra la ambición foránea, también la presente crisis nos impone preservar la independencia moral de nuestra nación contra el acecho, no ya de enemigos externos, sino de la caterva de ladrones de cuello blanco que desde los altos puestos de la administración pública se han lanzado a una feroz arrebatiña de los caudales públicos.

Se cumplen hoy 209 años de aquella noche en que nuestros próceres decidieron alzarse en armas contra el poder colonial español y dar a nuestra nación su independencia política. Liberado de las cadenas de opresión colonial, el Paraguay inició su larga marcha en pos de la preservación de su libertad y de su integridad territorial escribiendo con sangre, sudor y lágrimas una épica historia admirada por el mundo entero.

Por tal razón, en retrospectiva, las actuales generaciones de paraguayos y paraguayas tenemos motivos legítimos para sentirnos orgullosos de nuestro pasado como nación y confiar en un futuro mejor, aunque en esta ocasión la magna efeméride patria nos sorprenda en medio de la infortunada pandemia del coronavirus, que tiene en jaque a todo el mundo.

A través del tiempo, nuestro país ha transitado por senderos existenciales álgidos: la guerra de exterminio de la Triple Alianza en el siglo antepasado y la victoriosa del Chaco en el pasado. Nos sobrepusimos a ambos infortunios con heroísmo y gloria, merced al legendario atributo moral de nuestro pueblo de salir airoso en los más difíciles trances de su existencia. Por tanto, la confianza de la presente generación de paraguayos es que, como en otras ocasiones en el pasado, esta vez también sabremos superar la aguda crisis de salud que estamos enfrentando en estos cruciales días con la pandemia.

Pero, así como la preservación de nuestra independencia e integridad territorial nos confrontó con el desafío de defenderla a capa y espada contra la ambición foránea, también la presente crisis nos impone preservar la independencia moral de nuestra nación contra el acecho, no ya de enemigos externos, sino de la caterva de ladrones de cuello blanco que desde los altos puestos de la administración pública se han lanzado a una feroz arrebatiña de los caudales públicos, mediante artimañas burocráticas centradas en compras fraudulentas, supuestamente dirigidas a paliar las necesidades de los sectores más carenciados de la población, pero en realidad con el fin de quedarse con la parte del león, tirando las migajas a la gente necesitada.

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Paradojalmente, los grandes desafíos existenciales –como el que la sociedad paraguaya enfrenta en estos días– tiene su componente positivo. En este caso, la pandemia del coronavirus ha puesto en evidencia que la administración pública nacional está integralmente permeada por la corrupción, con los altos funcionarios a la pesca de oportunidades para robar. Obviamente, quienes con cada Gobierno se ubican en los puestos claves de la administración estatal, tienen patrones a quienes rendir cuentas, sean estos legisladores, magistrados o empresarios mafiosos.

Lamentablemente, el presidente Mario Abdo Benítez no ha tenido el coraje que ha demostrado con los mandos militares en falta, a quienes ha apartado inmediatamente de sus cargos, al no destituir también ipso facto a quienes incurren en delito de lesa Patria, consistente, en estos casos, en perjudicar la salud de la gente, así como la economía del país. Al menos, en hechos flagrantes de público conocimiento, como han sido los de los titulares de la Dinac y de Petropar, Édgar Melgarejo y Patricia Samudio, con quienes ha tenido mucha más paciencia que con los militares. Otros funcionarios a quienes ha salpicado la sospecha de corrupción continúan en sus cargos, lo que merma la confianza de la gente en su Gobierno.

Es que la corrupción afecta severamente la democracia, porque desnaturaliza el concepto de la igualdad ante la ley y debilita la posibilidad de hacer que los funcionarios del Gobierno rindan cuenta de sus actos, desde el último agente policial hasta el Presidente de la República.

Tradicionalmente, en nuestro país la dinámica de la corrupción está dirigida por una lógica partidista y por grupos económicos de poder acostumbrados a medrar a costa del Estado. Es por eso que para los gobernantes nunca ha sido prioridad combatir la corrupción, sino todo lo contrario. Si no, que lo diga el expresidente Horacio Cartes, quien prometió “cortar” el brazo a los ladrones de caudales públicos, pero sin dejar a ninguno manco al término de su gestión pese a haberlos muchos. Por su parte, también el eslogan “caiga quien caiga” del presidente Abdo Benítez no ha pasado de ser una bravuconada proselitista.

Ante esta pandemia moral de los “coronavivos” –como ya despectivamente se denomina en las redes a los funcionarios ladrones–, necesitamos un despertar nacional como aquel del 14/15 de mayo de 1811, que precipite el drenaje del pantano de la corrupción que anega nuestro país desde hace mucho tiempo. Esto, tras frustrarse la ilusión que la ciudadanía tenía puesta en la promesa del actual presidente en el sentido de que combatiría frontalmente ese mal en la administración pública. De este modo, el único actor capaz que queda ahora para impulsar una cruzada épica de moralización pública es la sociedad civil. Y lo está empezando a hacer con objetividad y eficacia, con la colaboración de los medios de comunicación que desde hace tiempo vienen apostando a un cambio en tal sentido.

El Congreso, el Poder Judicial, la Fiscalía General del Estado, la Contraloría General de la República, la Procuraduría, los entes reguladores autónomos y demás reparticiones públicas deberán ser transparentados y depurados como paso obligado para contener la corrupción enquistada en las instituciones públicas y que falazmente cada presidente de la República promete combatir, pero nunca lo hace.

Mientras tanto, los corruptos se fortalecen porque los órganos competentes no les importunan, así como se habrán sentido fuertes los gobernadores españoles hasta que los Próceres de la Independencia, Yegros, Caballero, Iturbe, Troche y otros tuvieron la valentía de romper las cadenas que aherrojaban a nuestra nación de ese tiempo, posibilitando así que hoy nosotros celebremos con júbilo la evocación de esa gesta inmortal. Lastimosamente, la deuda pendiente es que hasta hoy al Paraguay le falta independizarse de la corrupción que lastra su desarrollo.