Frente a esta crítica, una de las réplicas más frecuentes ha consistido en decir que los senadores y diputados, escogidos por el pueblo, están legitimados a formar mayorías como les venga en gana. Y, en el ámbito parlamentario, tener los números es lo único que cuenta para crear y modificar normas. De acuerdo con esta mirada, quien esté insatisfecho con los resultados en el Poder Legislativo, debería, en lugar de reclamar más análisis o discusión, buscar cómo cambiar el balance de poder en su interior.
Con ocasión del inicio del periodo de sesiones de la legislatura, quisiera compartir algunos comentarios respecto a esta segunda postura, presentando argumentos, de índole constitucional, para rechazarla. Me interesa subrayar que la labor del Congreso está regida por reglas muy claras, orientadas a garantizar transparencia, información, inclusión, participación y deliberación en su funcionamiento, las cuales están muy lejos de aceptar que se convierta en un espacio dedicado a la mera validación de decisiones del Poder Ejecutivo.
Comienzo recordando que el trabajo del Congreso se da en sesiones públicas, de cara a la sociedad, y no a través de un papeleo secreto que impediría apreciar las razones que motivan las resoluciones de sus integrantes. En efecto, las reuniones reservadas están reconocidas por el reglamento de ambas cámaras como excepciones.
Los senadores y diputados, según la Constitución (artículo 191), no pueden ser acusados judicialmente por las opiniones emitidas en el desempeño de funciones, para no cohibir la exposición de criterios y tener el debate parlamentario más abierto y desinhibido posible. En esa línea, los congresistas también están protegidos de mandatos imperativos (artículo 201), de suerte que puedan estar predispuestos a cambiar sus posiciones.
Las cámaras pueden pedir explicaciones sobre asuntos de interés público (artículo 192), a efectos de tomar decisiones informadas, y cuentan con comisiones asesoras permanentes, integradas de modo plural, que tienen como tarea fundamental hacer recomendaciones técnicas que ayudan al Congreso a ejercer apropiadamente sus facultades (artículo 186).
En cuanto a la tramitación de los proyectos de ley, es difícil pensar que la Constitución la conciba como una cuestión de simple levantamiento de manos o pulsación de botones. En primer lugar, impone que toda propuesta venga acompañada de una exposición de motivos, o sea, una explicación sobre el alcance y contenido de las normas planteadas (artículo 203). Luego, en sus partes dedicadas a regular las distintas fases del proceso de formación de la ley, incluyendo la gestión de los vetos del Poder Ejecutivo, establece que los proyectos deben “considerarse” (esto es, pensar sobre algo analizándolo con atención), “estudiarse” y “discutirse” (artículos 204, 206, 207, 208 y 209). No dice que solo deben “votarse”. Podría afirmarse que la Constitución incluso separa las instancias de deliberación y votación, toda vez que distingue entre el quorum necesario para reunirse del número de votos requerido para tomar las distintas decisiones que corresponden al Congreso (artículos 185 y 232).
Con estas reglas de por medio, ¿cómo calificar leyes que son aprobadas bajo la consigna “a libro cerrado”, sin documentación que las respalde técnicamente —aun cuando se trate de cuestiones complejas que implican, por ejemplo, la utilización de recursos económicos o la afectación de la naturaleza— o saltándose el asesoramiento de las comisiones correspondientes? ¿Y qué decir de aquellas que fueron aprobadas en sesiones en las que el debate, apenas abierto, es clausurado raudamente, impidiendo la discusión de todos sus artículos y dejando fuera la intervención de congresistas que discordaban con el proyecto? Solo podemos caracterizarlas como leyes que burlaron, de manera manifiesta, los requisitos procedimentales que la Constitución determina.
Tomarse en serio el derecho no significa desconocer que la política tiene que ver con la aspiración al poder, actividad que, por su naturaleza, conlleva articular intereses y construir vínculos en el marco de contextos específicos. El propósito de la Constitución es que nuestros representantes (quienes toman ciertas decisiones porque no podemos hacerlo entre todos) decidan por mayoría (porque no hay tiempo para lograr unanimidad) después de recibir información relevante, considerar la mayor cantidad de puntos de vista y haber sido expuestos a un diálogo público que minimice las falacias (porque nadie es infalible). En definitiva, la Constitución, en materia de producción de leyes, debe ser vista como la guía básica para alcanzar la mejor decisión posible.
Finalmente, cabe agregar que el respeto por los trámites parlamentarios, en el proceso de formación y sanción de las leyes, no supone una sacralización de las formas por encima de los fines sustantivos. Quiero decir, nadie pide que los congresistas se vean inmersos en debates epopéyicos, en extensas jornadas, para aprobar cada norma. Los procedimientos tienen sentido en la medida en que permitan cumplir con los mandatos constitucionales y desarrollar el contenido de los derechos.
Cuando, al grito de “legitimidad de origen”, se proclama que una ley es incuestionable porque fue fruto de una abrumadora votación, pese a que no se haya seguido las pautas que la Constitución establece para aprobarla, podemos responder que es como aceptar en el fútbol un triunfo por goleada, pero corriendo la vista de las reglas de juego.
*Abogado. Exasesor jurídico de la Presidencia de la República.