La definición de la guerra como continuación y parte de la política revela que, según el célebre general prusiano C. Clausewitz, la política es el continente y la guerra uno de sus contenidos y, por lo tanto, mientras no degenere en guerra, la política usa métodos y armas ajenos a los que se emplean en los conflictos bélicos, a riesgo de perder por completo la confrontación, cualquiera que sea su naturaleza. Un director de orquesta se vale de batuta para cumplir su labor, nunca se le ocurrirá usar para esas funciones una bazuca.
Probablemente fueron más, pero en este momento me vienen a la memoria dos atentados mortales ordenados por Rafael Leónidas “Chapitas” Trujillo contra Rómulo Betancourt, a quien había convertido en el peor de sus enemigos y, quien no le temía ni le respondía precisamente con serpentinas y confetis. Curiosa manera de calibrarse y respetarse, pero lo que en Rómulo era una profunda oposición de índole política, en “Chapitas” se trataba de odio cainita, odio puro, que a la larga le enredó el juego y lo perdió. ¿De dónde venía el epíteto denigrante “Chapitas”? Simplemente del hábito ampliamente difundido en dictadores militares de adornar el pecho de su uniforme de generalísimo con medallas y condecoraciones que tintineaban como chapas de gaseosas. Juraría que el tirano dominicano atribuiría a Rómulo la autoría de esa chanza irrespetuosa.
La gran nación argentina, inspirada en el avanzado pensamiento de Juan Bautista Alberdi, alcanzó uno de los más altos niveles de desarrollo mundial. No obstante, su excelencia civilizatoria fue víctima –con buena parte de Latinoamérica– del funesto caudillismo, tanto el de “montonera” gobernado desde el caballo, como el “institucionalizado” encarnado en Porfirio Díaz, Perón, Getulio, Velasco, Rojas Pinilla, Fidel, Chávez y Kirchner. El recuerdo del bárbaro Rosas, incivilizado pero inteligente y convincente comunicador, fue rescatado por Perón y sus huestes para proporcionar carne y sangre al irreductible populismo, su hechura más típica.
Algo significativo debió pasar a juzgar por la frustración de las esperanzas de cambio en parte de la mayoría nacional; y por el inesperado golpe propinado por el oficialismo contra la Asamblea Nacional –inmunidad y diputados– paso que no se atrevía a dar por temor a una severa respuesta mundial. Como nada ocurrió en la hora y día señalados, aparecen síntomas de desánimo en la oposición democrática y la sensación, en el desanimado gobierno, de que no todo estaría perdido. Añádase el natural y lógico clamor –en oposicionistas alejados de la mayoría– porque sus propuestas no fueran acogidas.
Con la enorme importancia de las elecciones legislativas colombianas que preanuncian lo que debe ocurrir en las presidenciales, quisiera aprovechar para emitir un necesariamente breve dictamen sobre el capítulo final de la soterrada lucha entre el presidente Uribe y las FARC, sin olvidar el caleidoscopio de colaterales: el viraje de la organización paramilitar más antigua de Colombia, tierra pródiga en aventuras guerreras que supo resolver sin salirse de la Constitución, pervertir las instituciones y dejar de convocar las elecciones democráticas en la fecha correspondiente.
De los comicios presidenciales latinoamericanos, todos importantes, todos decisivos, el que no parece ir en línea con los restantes es el que se celebrará en México el 1 de julio. Son previsibles la ideología, el programa y ubicación política de otros candidatos, no así las de López Obrador, fuerte aspirante a ocupar la presidencia de la gran nación hermana.
Llama la atención que los términos de la macrocrisis de Venezuela sean tan minuciosamente conocidos por la alarmada comunidad internacional. No está de más, claro, repetirlos en su recurrencia pues nos hablan de realidades que lejos de estancarse se acentúan con insólita intensidad; pero parece urgente reflexionar sobre los posibles desenlaces.