La función esencial del Estado es preservar el orden público. Todo lo demás, como promover la economía o atender la salud y la educación, no puede desarrollarse con normalidad en un ambiente de zozobra. Por ello, es indispensable que la seguridad de las personas, así como la de sus bienes, esté protegida dentro de la ley para que no rija la del más fuerte. El Estado tiene el monopolio de la fuerza legítima y sus órganos están obligados tanto a cumplir la ley como a hacerla cumplir. La democracia no es sinónimo de anarquía, de modo que los órganos competentes deben impedir que el comportamiento individual y el colectivo vulneren derechos de terceros.
Y bien, en el Paraguay actual, hay preocupantes signos de que la inseguridad está aumentando ante la corrupción, la desidia o la ineficacia de la Policía Nacional y de la Administración de Justicia. Los asaltos a mano armada y las actuaciones de sicarios del crimen organizado se han vuelto noticias tan cotidianas como los accidentes de tránsito. Los motochorros no descansan ni respetan a nadie, al punto de que hace unos días asaltaron a una niña de siete años. Las bandas que responden a las siglas EPP y ACA siguen operando en el norte de la Región Oriental, sin que se avizore la victoria definitiva de la Fuerza de Tarea Conjunta. El orden público está siendo minado no solo por los delincuentes comunes, que suelen actuar bajo el efecto de drogas ilícitas, o por quienes secuestran y matan para imponer una ideología opresora. También las invasiones de tierras, los cierres de puentes, calles o rutas y las manifestaciones violentas vulneran la ley y afectan la convivencia pacífica, en la que los derechos de cada uno llegan hasta donde empiezan los del otro.
La Policía Nacional acaba de confirmar lo que siempre se supo, es decir, que hay grupos de ocupantes de inmuebles que se trasladan de una zona a otra, blandiendo machetes, azadas y palos. Si eso ocurre es porque, tras ser desalojados por los efectivos, no se les aplica el art. 142 del Código Penal, que castiga con pena de cárcel o multa a quien solo o acompañado, y sin permiso del dueño, entre por la fuerza o en forma clandestina en un inmueble y se asiente en él. Los invasores, a veces respaldados por intendentes y políticos en general, deben ser sometidos a la Justicia, si todos somos iguales ante la ley y ante la Constitución que declara que “la propiedad privada es inviolable”.
Nuestra ley fundamental dice también que las personas tienen derecho a reunirse y a “manifestarse pacíficamente, sin armas y con fines lícitos”, y que la ley puede reglamentar su ejercicio en la vía pública, en ciertos horarios, preservando derechos de terceros y el orden público. Nuestro diario siempre ha alentado la manifestación de la gente en demanda de sus derechos o contra la corrupción, pero siempre respetando los presupuestos mencionados.
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La “ley del marchódromo” es letra muerta en Asunción. También es inane en todo el país la N° 5016/14, que dispone que el uso de la vía pública para manifestaciones o mítines debe ser antes autorizado por la autoridad competente, siempre que el tránsito normal pueda mantenerse por “vías alternativas de circulación”, que se adopten en el lugar las medidas de seguridad necesarias y que los organizadores se responsabilicen por los eventuales daños a terceros o a la infraestructura vial. Es improbable que los indígenas que hace poco cerraron durante once horas el Puente Remanso hayan solicitado y obtenido la autorización que exige la ley. Por razones obvias, no existían “vías alternativas de circulación”. El comisario que apareció en el lugar habló de tratativas de las autoridades locales con quienes violaron la ley para que tuvieran a bien liberar media calzada, mientras los impacientes conductores esperaban bajo un intenso calor. O sea que nada deben temer quienes bloquean un puente, una calle o una ruta, pues la fuerza pública se limitará a observarlos y las autoridades locales tratarán de acordar con ellos que respeten a medias los derechos de terceros, en el mejor de los casos.
Episodios similares al referido son muy frecuentes, pero no así el protagonizado anteayer por los concejales de Lambaré: tuvieron que sesionar en el comedor de la comisaría local, pues agresivos funcionarios y seguidores del intendente Armando Gómez impidieron que lo hagan en la sede municipal. Allí no había “garantías” para que se reúnan, según constató una agente fiscal. Los policías antimotines se limitaron a mantener a los manifestantes enardecidos a cierta distancia del insólito recinto de la sesión y a transportar a los ediles en un camión blindado, tras aprobar un pedido de intervención. Nadie fue detenido por la violencia desatada, a diferencia de quien no hace mucho lo fue en Ypacaraí por tener consigo 0,5 gramo de marihuana, o del joven que trató de “vendepatria” al Presidente de la República. En estos casos la Policía fue muy eficiente.
En suma, el caos se está apoderando de nuestro país porque son muchos los que ignoran la ley y las autoridades no cumplen con su misión de resguardar el orden.
Quede claro, repetimos, que manifestarse pacíficamente y con fines lícitos es un derecho que debe ser respetado a toda costa. Repudiar a los corruptos, haciéndoles el vacío en un restaurante, o expresarles a viva voz sus inconductas, no es lo mismo que arrojarles objetos contundentes. La violencia es tan inadmisible como la pasividad policial ante quienes recurren a ella. Cuando se ignora el derecho de los demás con toda impunidad, se corre el serio riesgo de que los afectados se enfaden hasta el punto de hacerse justicia por sí mismos. Si el Estado no los defiende, pueden verse tentados a tomar la ley en sus manos y convertirse también ellos en delincuentes. Y lo peor, la situación actual también propicia que se difunda la errónea creencia de que hace falta una dictadura para que imperen la ley y el orden. Por todo ello, es imperioso precautelar con mano firme el orden público, en un régimen de libertades, antes de que la situación se vuelva insostenible.