Expulsar con los votos a los mercaderes de la política

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Entre las enseñanzas de Jesucristo figura el pasaje de la expulsión de los mercaderes del Templo. En nuestro país los hay sobre todo en el aparato estatal, donde los patrimonios público y privado suelen estar confundidos, sin que muchas veces resulte fácil discriminarlos. El socorrido “derecho a la intimidad” sirve de excusa para evitar que la publicidad de las declaraciones juradas de bienes y rentas ilustre a los gobernados sobre la fortuna de los gobernantes, es decir, sobre el enriquecimiento ilícito en que pudieron haber incurrido. Imaginemos por un momento a Jesús llegando, por ejemplo, a la sede del Congreso, y, como en el Templo, a expulsar a los mercaderes de la política, a los transadores, a quienes venden sus votos, a quienes trafican influencias. Las salas de sesiones quedarían casi vacías. El bien común requiere la vigencia de los valores de la religión que dice profesar la gran mayoría de los habitantes de este país. Por eso, en este día de Navidad, es necesario ir pensando en el valor del voto de cada uno, porque mediante él se puede ir expulsando a quienes trafican con los intereses generales en el templo de la corrupción.

Los convencionales de 1992 invocaron a Dios al sancionar y promulgar la Carta Magna, pero no establecieron una religión oficial, sin perjuicio de reconocer el protagonismo de la Iglesia Católica en la formación histórica y cultural de la Nación. Dispusieron, eso sí, que los legisladores, el presidente y el vicepresidente de la República, los ministros de la Corte Suprema de Justicia, los camaristas, los jueces, el fiscal general del Estado y los agentes fiscales presten “juramento o promesa”, al asumir sus respectivas funciones, de que las ejercerán según lo que manda la Constitución. Como no solo ellos deben jurar o prometer comportarse bien al tomar posesión de un alto cargo, no son los únicos que suelen quebrantar el compromiso oralmente expresado. Todos ponen como testigo del mismo a Dios y a la patria, que los demandarían si no hicieran lo que deben. Se diría que en el aparato estatal no hay agnósticos ni ateos, pero también que quienes violan su juramento no temen ningún castigo divino ni terrenal, pese a que el perjurio es un delito y una “grave falta de respeto hacia el Señor”, según el catecismo católico. Si ponen como testigo a Dios, pero luego roban o dejan robar, venden influencias, integran una organización criminal o prevarican, entre otras actividades que en nuestro país son de hecho cotidianos en la función pública, quiere decir que, en realidad, esos delincuentes presupuestados juran por mero formalismo y que, por tanto, les debería resultar indiferente que hoy los cristianos recuerden el nacimiento del Hijo de Dios.

En todo caso, anoche habrán tenido una excusa para invertir el dinero mal habido en una opípara cena y no precisamente para meditar acerca de si su conducta pública y privada se ajusta al juramento prestado y a las enseñanzas de Jesús. Para ellos, el examen de conciencia es una extravagancia ridícula que a nada conduce, a diferencia del examen de las cuentas bancarias, afición esta que remite al contundente episodio de la expulsión de los mercaderes del Templo. En nuestro país los hay sobre todo en el aparato estatal, donde los patrimonios público y privado suelen estar confundidos, sin que muchas veces resulte fácil discriminarlos. El socorrido “derecho a la intimidad” sirve de excusa para evitar que la publicidad de las declaraciones juradas de bienes y rentas ilustre a los gobernados sobre la fortuna de los gobernantes, es decir, sobre el enriquecimiento ilícito en que pudieron haber incurrido. Imaginemos por un momento a Jesús llegando, por ejemplo, a la sede del Congreso, y, como en el Templo, a expulsar a los mercaderes de la política, a los transadores, a quienes venden sus votos, a quienes trafican influencias. Las salas de sesiones quedarían casi vacías.

Los mercaderes que ocupan cargos electivos deben ser expulsados mediante el voto de los ciudadanos o, incluso, de los colegas que tengan algún sentido del decoro institucional. La Cámara de Senadores llegó a expulsar a tres de ellos, pero en la de Diputados hay ocho presuntos delincuentes –uno de ellos con prisión preventiva– que gozan de la solidaridad del cuerpo. El hecho quizá recuerde, con bastante cinismo, aquello de “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Si es así, va a ser difícil encontrar quien lo haga, porque son contados con los dedos los legisladores que se desempeñan en forma decorosa.

El pasado 8 de diciembre, en Caacupé, el obispo diocesano, Mons. Ricardo Valenzuela, recordó muchas de las graves cargas que las acciones de las autoridades de los tres Poderes del Estado implican para el pueblo paraguayo. El Mesías instó a “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, pero los ingresos tributarios del Estado, por ejemplo, no se reflejan en servicios públicos eficientes, sino más bien en jugosas remuneraciones a los acólitos ubicados en el Presupuesto.

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En verdad, el Paraguay actual no es precisamente una “tierra de promisión, de la que manan leche y miel” para las personas decentes, que quieren ganarse la vida trabajando en libertad, sabiendo que están amparadas por unas leyes que rigen por igual, tanto para ellas como para los gobernantes. Darío Messer supo muy bien que aquí podía hallar un refugio seguro para huir de la Justicia y seguir delinquiendo: tuvo las puertas abiertas, tanto para entrar como para salir, porque contaba con la protección del César, que dispensa favores a su arbitrio. El Hijo de Dios se hizo hombre en Belén para que se cumpla la profecía. Si hoy volviera a encarnarse para redimir a la humanidad de sus pecados, sería improbable que eligiera nuestro país para venir al mundo. Los Herodes locales lo perseguirían con saña y no precisamente porque temieran ser derrocados por Él, sino por el mal ejemplo que supondría para ellos dar un testimonio de vida signado por el amor al prójimo. Son muchos los paraguayos que tienen “hambre y sed de justicia”, de la que están siendo privados por una judicatura timorata o corrupta.

El momento es bueno para recordar que Jesús dijo: “Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes”, de modo que los gobernantes deberían considerar, si se creen cristianos, que no les gustaría que alguien se enriquezca a costa de ellos, que se deje sin castigo un delito del que fueron víctimas o que pierdan una licitación por obra de un influyente. El bien común requiere la vigencia de los valores de la religión que dice profesar la gran mayoría de los habitantes de este país. Por eso, en este día de la Navidad, es necesario que cada paraguayo y paraguaya vaya pensando en el valor de su voto, porque mediante él se puede ir expulsando a quienes trafican con los intereses generales en el templo de la corrupción.