La fuga de 76 reos de la cárcel de Pedro Juan Caballero –la mayoría de ellos miembros del Primer Comando da Capital (PCC)– es una muestra espectacular de la inserción del crimen organizado en el aparato estatal. El 16 de diciembre último, la ministra de Justicia, Cecilia Pérez, había revelado que, según informes de “inteligencia penitenciaria”, se estaban ofreciendo 80.000 dólares para facilitar la evasión de uno o más de los reclusos que hoy están prófugos. También dijo que se había dado aviso inmediato a la Policía Nacional, a las Fuerzas Armadas y al Ministerio Público para resguardar las prisiones e identificar a los responsables del operativo entonces planeado. Está visto que su advertencia no fue tenida en cuenta, al menos por el director del penal de la capital del Amambay, Christian González, pues el domingo se constató que las celdas de las dos plantas del pabellón B, que habría sido desocupado en la madrugada, ni siquiera estaban llaveadas y que en dos de ellas había 200 bolsas con la tierra extraída del túnel de 15 metros construido para el escape. La otra hipótesis, expuesta por el ministro del Interior, Euclides Acevedo, es que salieron durante la semana por la entrada principal, caminando o quizás en furgonetas, pues muchos se habrían llevado la licuadora y el televisor que tenían en sus respectivas celdas, en forma indebida.
En uno u otro caso, resulta que se fugaron sin mayores dificultades, pese a que los respectivos órganos del Estado sabían del peligro de fuga y del dinero en juego. Nadie notó nada, ni siquiera los centinelas militares instalados a cien metros de la boca del túnel. “Tenían una responsabilidad de cobertura externa. Vamos a ver y corregir lo que se tenga que corregir para seguir cumpliendo”, dijo el ministro de Defensa, Bernardino Soto Estigarribia. Agregó que “ellos no tienen atribución para solicitar la identificación de personas que entran y salen por accesos normales habilitados. Para los que se fugan por túneles es otra cosa”. O sea que a estos sí les pueden pedir que se identifiquen.
Se diría que la lucha contra el crimen organizado tropieza no solo con el problema de la corrupción, sino también con el de la necedad. De hecho, cuando se analizaba el involucramiento de los militares como guardias carcelarios, nuestro diario había anticipado en un editorial hechos similares a los que ahora ocurrieron. Aún más, adelantábamos otro previsible resultado: que los militares podían salir “quemados” en esta aventura.
Tras el mayúsculo bochorno, la ministra Pérez anunció que “aquí no habrá contemplación, no importa el rango de las personalidades”. Es improbable que su grandilocuencia haga temblar a quienes están en la función pública al servicio de la mafia. Y no solo dentro del sistema penitenciario, pues, como dijo la fiscala general del Estado, Sandra Quiñónez, descubriendo la pólvora, el escape fue favorecido por una “red de corrupción”. La mitad de los fugados tendrían que haber sido expulsados o extraditados al Brasil ya hace mucho tiempo, pero ocurre que los abogados defensores tratarían de mantenerlos en nuestro país, por alguna razón conveniente para ellos, y probablemente también para jueces y fiscales. Así, no sería nada raro que los bandidos apelen a chicanas toleradas por motivos inconfesables por magistrados de la misma calaña que el badense Manuel Marcos Fernández, que dispuso el arresto domiciliario de seis sicarios, medida que la Corte Suprema de Justicia dejó sin efecto el 31 de diciembre. Lo tragicómico del asunto es que ahora esos sicarios figuran entre los prófugos.
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Quien encabeza el Ministerio Público también censuró, con toda razón, que decenas de integrantes del PCC hayan estado recluidos en una cárcel fronteriza. Por lo demás, varios de estos presos fueron trasladados allí desde la prisión de San Pedro, por haber intervenido en la masacre perpetrada el 16 de junio de 2019. Su hoy prófugo exdirector Wilfrido Quintana –imputado por haber vendido privilegios a cuatro condenados por narcotráfico– fue propuesto para el cargo por dirigentes colorados de la zona, sin tener la menor idoneidad en cuestiones penitenciarias. De modo que también la politiquería está presente en la problemática carcelaria.
Todo indica que la dirección de un penal no sirve solo para quedarse con una parte de las provisiones de alimentos, sino también para congraciarse con algún capomafioso, como Jarvis Chimenes Pavão, quien vivía en envidiables condiciones en la cárcel de Tacumbú. Por su parte, Marcelo “Piloto” Pinheiro, jefe del Comando Vermelho, cometió un asesinato en pleno cuartel de la Agrupación Especializada de la Policía Nacional, el 17 de noviembre de 2018, para ser juzgado en nuestro país y permanecer aquí muy bien atendido, con la posibilidad cierta de darse a la fuga, en caso de sentir nostalgias. Este delincuente había denunciado que compraba protección al comisario general Abel Cañete, exdirector general de Investigación Criminal, de lo que se desprende que la “red de corrupción” también incluye al órgano que el ministro del Interior, Euclides Acevedo, quiere “desinfectar”.
Por otra parte, el personal penitenciario, incluyendo al jefe de la cárcel, es seleccionado a dedo, sin previo concurso público de oposición. También dice la ley que la administración penitenciaria dispondrá su formación profesional, lo que nunca se ha hecho como es debido: el 24 de septiembre de 2019, la entonces viceministra de Política Criminal, Cecilia Pérez, anunció que se creará un “instituto superior de formación y educación penitenciaria”, ya que, según sostuvo, “es inconcebible que un agente termine su colegio dentro del sistema de la institución”. Esto revela la escasa preparación de los guardiacárceles, quienes a menudo se quejan de sus bajos salarios, pese a la gran exposición al peligro.
En fin, el problema de fondo radica en la corrupción fomentada por el crimen organizado que, en buena medida, ha tomado el control de las penitenciarías, a lo que se suman la desidia y la estupidez con que se suelen encarar soluciones. Para revertir la grave situación, habrá que hacer mucho más que emitir palabras altisonantes, empezando por escoger y controlar con rigor al personal penitenciario, sin perder de vista el desempeño de funcionarios, jueces, policías y agentes fiscales, atendiendo el mar de dinero que mueven estos delincuentes.