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El art. 248 de la Constitución dispone cuanto sigue: “Queda garantizada la independencia del Poder Judicial. Sólo este puede conocer y decidir en actos de carácter contencioso. En ningún caso, los miembros de los otros poderes, ni otros funcionarios, podrán arrogarse atribuciones judiciales que no estén expresamente establecidas en esta Constitución, ni revivir procesos fenecidos, ni paralizar los existentes, NI INTERVENIR DE CUALQUIER MODO EN LOS JUICIOS. Actos de esta naturaleza conllevan nulidad insanable. Todo ello sin perjuicio de las decisiones arbitrales en el ámbito del derecho privado, con las modalidades que la ley determine para asegurar el derecho de defensa y las soluciones equitativas. LOS QUE ATENTASEN CONTRA LA INDEPENDENCIA DEL PODER JUDICIAL Y LA DE SUS MAGISTRADOS, QUEDARÁN INHABILITADOS PARA EJERCER LA FUNCIÓN PÚBLICA POR CINCO AÑOS CONSECUTIVOS, ADEMÁS DE LAS PENAS QUE FIJE LA LEY” (Las mayúsculas son nuestras).
La rotunda norma les tuvo sin cuidado a diecisiete diputados que suscribieron, aclarando sus firmas, una nota dirigida a la Corte Suprema de Justicia un día antes de que ella se ocupe de la acción de inconstitucionalidad promovida por el ex contralor general de la República Enrique García contra dos fallos que hicieron lugar al amparo judicial solicitado por un periodista de este diario para obtener una copia de las declaraciones juradas de bienes y rentas de quienes ocuparon altos cargos públicos entre 2008 y 2017. Algunos recurrentes, entre ellos el que preside la Cámara Baja, Pedro Alliana (ANR, cartista), fueron tan chapuceros que no aclararon sus respectivas firmas puestas al pie del insolente escrito en el que se recusaba a todos los miembros de la Sala Constitucional de la Corte y se pretendía intervenir en el pleito suscitado entre la transparencia que dificulta la corrupción y el secretismo que la favorece.
Como correspondía, el descarado petitorio de quienes el 9 de junio habían despenalizado la falsedad de las declaraciones juradas de bienes y rentas de quienes ejercen la función pública –ley acertadamente vetada por el presidente Mario Abdo Benítez–, fue rechazado por todos los integrantes de la Corte. Su presidente, Alberto Martínez Simón, creyó oportuno destacar que la intervención y la recusación planteadas llamaban muchísimo la atención. Ellas pueden explicarse por el hecho de que los descarados de marras concluyeron que las presiones habituales no estaban dando los frutos esperados y que, por tanto, había que deshacerse de los juzgadores y actuar a cara descubierta, para que sus eventuales reemplazantes sepan de una vez por todas quiénes figuraban entre los más interesados en que el patrimonio de los perceptores de dinero público sea ignorado por la ciudadanía. Se trató de un “claro apriete político” a los ministros de la Corte –al decir del abogado Ezequiel Santagada–, muy propio de la matonería política, a la que muchos estarían tan habituados que no debería asombrar que se promueva un juicio político a los cuatro ministros que votaron de acuerdo a la Constitución, a la moral y al buen sentido, ni que los cuatro camaristas que votaron en igual forma sean denunciados ante el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, institución hoy también asediada por los políticos.
Por si hacía falta, la insólita iniciativa sirve también para confirmar la impresión de que en el Congreso se legisla en causa propia y en favor de la clientela política. Cuando primero se trabó la publicación de las declaraciones juradas de bienes y rentas y luego se pretendió despenalizar su contenido falso, los legisladores y, en especial, los diputados buscaron protegerse de la legítima curiosidad de sus compatriotas y de la sanción prevista en el Código Penal. Todo indica que tienen mucho que ocultar por razones ajenas al “derecho a la intimidad”, sino más bien por lo mucho que les costaría explicar el origen de sus caudales. Si el actual Presidente de la República comparó alguna vez al Senado con un burdel, hay miembros de la Cámara de Diputados que, con su inconducta, se empeñan en que se la equipare con una vulgar guarida.
La Carta Magna inhabilita para ejercer la función pública por cinco años seguidos, sin perjuicio de las penas legales, a quienes atentan contra la independencia del Poder Judicial y la de sus magistrados. El indignante escrito referido implicó un atentado semejante, so capa de plantear recusaciones y solicitar intervención, en forma extemporánea y sin atender requisitos formales. A todas luces, tuvo un objetivo “político” antes que jurídico, de modo que lo importante aquí es destacar su carácter espurio. La norma constitucional antes citada concuerda con el art. 7° de la Ley N° 2523/04, según el cual si el tráfico de influencias apunta a hacerla valer “ante un magistrado del Poder Judicial (...) a fin de obtener la emisión, dictado, demora u omisión de un dictamen, resolución o fallo en asuntos sometidos a su consideración”, el límite legal máximo de la pena se elevará hasta cinco años de prisión. Si en 2018, el entonces presidente de la Corte, Raúl Torres Kirmser, se atrevió a desaconsejar al Senado que apruebe la publicación de las declaraciones juradas de bienes y rentas, ignorando la independencia del Poder Legislativo, ahora unos diputados temerosos de que se conozca su patrimonio, acaso mal habido, violan la del Judicial por igual motivo.
Vale la pena recordar los nombres de quienes se identificaron al perpetrar el engendro comentado. A más del ya citado Alliana, la despreciable galería está integrada por los colorados cartistas Hugo Ramírez, Basilio Núñez, Justo Zacarías, Rocío Abed, Tadeo Rojas, Nazario Rojas, Carlos Núñez, Del Pilar Medina, Néstor Ferrer, Blanca Vargas y Rubén Balbuena; por los colorados abdistas Freddy D’Ecclesiis, Pastor Soria, Roberto González y Hugo Ibarra, y por los liberales llanistas Édgar Ortiz y Andrés Rojas Feris. Una canallada bipartidaria y bisectorial, que ilustra bien la calidad de nuestra “clase política”. Como puede observarse, la mayoría de los firmantes cuentan con un deplorable “pedigree”.
Estos nombres no deben ser olvidados por los electores, pues ahora saben, más que nunca, lo que se puede esperar de ellos en cuanto a la transparencia de sus actos y a la defensa de los bienes públicos. Su presencia en el Congreso enloda sus bancas, y deben ser repudiados tanto en las urnas como mediante escraches en donde se los encuentre. Por su parte, el Ministerio Público, si no es mucho pedir, debe tomar cartas en el asunto, demostrando así su independencia de los poderes fácticos.