Los cristianos evocan hoy que el Hijo de Dios vino al mundo para redimir a la humanidad de sus pecados, al precio de entregar su vida en la cruz. Dejó un legado de sublimes preceptos morales, que pueden resumirse en el amor al prójimo como a uno mismo, y que suelen ser ignorados, incluso por quienes creen en su evangelio. No resulta fácil observarlos cabalmente, pero deben servir al menos para orientar conductas y alentar propósitos de enmienda, para que este “valle de lágrimas” sea algo más acogedor.
La conmemoración de este año se inscribe en el marco de una calamidad que afecta a todo el planeta, recordando así a sus moradores que tienen un común destino, más allá de las fronteras. Que estamos “en la misma barca”, al decir del papa Francisco. Esta muy penosa circunstancia, de la que ya han sido víctimas mortales más de 2.100 habitantes de nuestro país, permite apreciar en qué medida los mandatos de Jesús están siendo aplicados.
Y bien, cotejando actitudes en esta Navidad, puede constatarse, por un lado, la elogiable práctica de la caridad cristiana y, por otro, la ruin explotación de la emergencia sanitaria. El personal de blanco de los centros hospitalarios da muestras de una soberbia abnegación, a despecho de la escasez de recursos materiales: su entrega, arriesgando la salud propia, responde a un imperativo moral, también contenido en el juramento hipocrático. Alienta el espíritu que haya profesionales tan altruistas que no solo se desviven por un paciente, sino que, además, señalan serias deficiencias administrativas que impiden una mejor atención, como la exigua ejecución presupuestaria del Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social (MSPyBS). Ellos merecen la gratitud de quienes son capaces de percibir la bondad en el ejercicio de una función de sumo interés general.
Como es sabido, la pandemia también tiene damnificados económicos, entre los que se hallan no solo las 263.000 personas que perdieron sus empleos, sino también los respectivos familiares cercanos. Los programas estatales concebidos en marzo no bastan para cubrir todas sus necesidades emergentes, así como la de aquellos trabajadores informales que perdieron sus ingresos, debido a las restricciones vigentes en cuanto a desplazamientos y reuniones masivas. Aquí se revela cuán importante es la solidaridad de la gente en forma de “ollas populares”, muchas veces auspiciadas por la Iglesia Católica. Compartir el pan es señal de hermandad, al igual que consolar a quienes perdieron a sus seres queridos. Lo mismo cabe decir del comportamiento responsable en cuanto a las medidas de prevención derivadas de la cuarentena: protegerse a sí mismo, usando la mascarilla y conservando la distancia, entre otras cosas, implica también proteger a los demás. Al respecto, es destacable que, en líneas generales, la población exhibe su madurez respetando las normativas en vigor.
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Si los gobernados están a la altura del enorme desafío, ayudando a enfermos o paliando infortunios, los gobernantes no abandonaron la costumbre de robar el dinero de todos. Peor aún, han visto que la peste era una brillante ocasión para seguir llenando sus bolsillos y los de sus cómplices del sector privado. Basta con mencionar solo tres canalladas, que no deben quedar impunes, para ilustrar que la podredumbre del aparato estatal no se detiene ni ante una catástrofe sanitaria. Fueron sus protagonistas el MSPyBS, la Dirección Nacional de Aeropuertos Civiles (Dinac) y Petróleos Paraguayos (Petropar), siendo la vía escogida para el latrocinio la compra de equipos médicos, de mascarillas y hasta de agua tónica. En estos escándalos, que no deberían quedar impunes, intervino el Ministerio Público, encabezado por Sandra Quiñónez, que aparentemente está más al servicio de Horacio Cartes que del país, quien, a su vez, aparece como el verdadero jefe de Estado en virtud de la “Operación Cicatriz”. Si es así, el exsenador Óscar González Daher podría quedar libre de culpa y pena en el caso de los audios, tras el sonado fiasco de la clave informática ignorada por la Fiscalía, más aún atendiendo que la judicatura no da visos de querer independizarse de los poderes políticos. Tampoco cabe esperar mucho del Congreso y, en especial, de la Cámara de Diputados, más interesada en sancionar a una miembro que denunció el rol del dinero sucio en la conquista de bancas que en demostrar que en verdad es “honorable”.
En otros términos, mientras la sociedad civil lucha contra el coronavirus, altos funcionarios, agentes fiscales, jueces, ministros y dirigentes políticos se empeñan en demostrar que están muy lejos de honrar el puesto que ocupan en tan mala hora. No obstante, habrán tenido una agradable Nochebuena, ante una mesa bien servida, porque es improbable que sientan el menor remordimiento. Estos “mercaderes” del Estado son de la misma índole que los expulsados a latigazos del Templo de Jerusalén. En este sentido, también merecen un reproche las fuerzas públicas, que no atinan a capturar a amigos del poder reclamados por la Justicia, ni a liberar a secuestrados, lo que obliga a sus familiares a pasar una triste Navidad.
Es preciso que las personas de bien se propongan expulsar a votazos a quienes ocupan indignamente cargos electivos y denunciar a los otros, una y otra vez, para ir depurando nuestra putrefacta función pública. Mientras no se corrijan y dejen de robar o permitir que se robe, no merecen la feliz Navidad que sí auguramos a quienes desean y luchan por un Paraguay mejor. Y que la crisis sanitaria sea pronto solo un mal recuerdo, gracias a la conducta apropiada de quienes habitan este noble suelo.