Los grupos de indígenas que pululan en nuestra capital se han arrogado todos los derechos, inclusive aquellos que afectan al resto de la población, y ocupan espacios públicos o cierran calles cuando se les antoja. De las violaciones a la ley en que incurren y del lamentable estado en que se desenvuelven, tiene gran responsabilidad el Gobierno, que cuenta con un montón de instituciones, comenzando por el Instituto Paraguayo del Indígena (Indi), que están allí solo para gastar su Presupuesto, pero no para solucionar los problemas de su ámbito.
La ocupación de espacios públicos asuncenos por parte de los nativos que exponen a sus hijos a la intemperie se volvió “un problema recurrente” en las últimas semanas, según Walter Gutiérrez, viceministro de Planificación, Programas y Proyectos del Ministerio de la Niñez y la Adolescencia, otra de las instituciones cuya acción en esta cuestión no se observa. Su alarma está justificada, pero se quedó muy corto: se trata de un problema permanente, de todos los años, que conlleva no solo que esos niños sufran el intenso frío, sino también que sean expuestos al peligro en el tránsito capitalino.
Desde luego, la cuestión de fondo tiene que ver con que, a lo largo de las décadas, el Estado ha sido incapaz de dotar a las comunidades aborígenes de los conocimientos, de los recursos materiales y de las obras de infraestructura que permitan a sus miembros ganarse la vida con dignidad en sus respectivos hábitats.
El hoy Indi es la expresión del más rotundo fracaso a la hora de promover políticas tendientes a elevar el nivel de vida de un grupo meta, apoyando sus propios esfuerzos: no es cuestión de practicar el asistencialismo humillante, sino de crear las condiciones para que puedan prosperar con su propio trabajo. “Hay que ver la solución dentro de las comunidades”, dijo también el citado viceministro, señalando una obviedad siempre ignorada. Pero cuánto tiempo más se debe esperar para ese “hay que ver...”. Claro que la solución no consiste en entregar víveres cada vez que un “clan”, como el célebre de los Domínguez, viene a Asunción para arrancarlos del Indi y volver al cabo de unos meses con igual objeto, violando la ley con toda impunidad. En efecto, como señalamos, se la viola cuando, por el motivo que fuere, se cierra el tránsito, como si el indígena, por el mero hecho de serlo, no tuviera que respetar el derecho a la libre circulación de los demás. Para decirlo con todas las letras, esa condición no lo coloca por encima de la ley, empezando por la Constitución que dice, por ejemplo, que las tierras de los pueblos aborígenes no pueden garantizar obligaciones contractuales ni ser arrendadas.
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Y bien, no es raro que haya “caciques” que las arrienden a sojeros para lograr un beneficio tan personal como el de quienes fomentan la explotación –incluyendo la prostitución– infantil: duele mucho ver en estos gélidos días a niñas indígenas, mal abrigadas, pidiendo limosna en las calles, con criaturas en brazos. Esto, evidentemente, no preocupa –más allá de líricas declaraciones– a los responsables de las entidades gubernamentales, bien resguardados en sus oficinas con calefacción.
Es cierto que la responsabilidad estatal no excluye la de los padres, en especial en cuanto al cuidado de sus hijos. Es improbable que las normas consuetudinarias de los aborígenes permitan explotar a los niños o ponerlos en situación de riesgo; en todo caso, ellas no deben atentar contra sus derechos fundamentales, como el de ser protegidos por la familia, la sociedad y el Estado “contra el abandono, la desnutrición, la violencia, el abuso, el tráfico y la explotación”, tal como dispone la Carta Magna. Letra muerta.
Se habría llegado al colmo de la insensatez de que un grupo instalado en la Plaza Uruguaya, en el que se hallaban 60 menores, se negó a ser recogido en un albergue: “Con nuestras frazadas grandes y con fogatas vamos a aguantar”, afirmó Agustín Ramírez, uno de sus jefes. Hace un mes, el del “clan Domínguez” impartía órdenes a sus miembros, desde un hotel: ellos se negaron a ser instalados en un local militar, porque se impedía el ingreso a los ebrios, y no permitieron que un niño con fiebre y otro que sufrió un accidente de tránsito fueran atendidos en un hospital. Lo dijo el viceministro de la Niñez, Eduardo Escobar, y los antecedentes inducen a creerle. Su colega Walter Gutiérrez informó que justamente desde hace un mes, en coordinación con el Ministerio de la Defensa Pública, se están comunicando “a todas las instancias” las denuncias contra los padres o los responsables de esos niños por “exponerlos de esta manera”, con el fin de que sean procesados por violación del deber de cuidado. Por de pronto, el Ministerio Público aún no se dio por enterado del flagrante atropello a los derechos de la niñez, lo mismo que el siempre inoperante Indi, habituado a tener a los reclamantes ante sus puertas. ¿Por qué cuesta tanto hacer cumplir la ley?
Si las comunidades indígenas sufren privaciones debido a la indolencia, la corrupción o la ineptitud de los órganos competentes, su población infantil la sufre aún más, pues también está desamparada por sus propios padres. Habrá que ayudarla, pero también sancionar con el rigor de la ley a quienes, de hecho, los tienen en un estado de miserable abandono. La pobreza no exculpa el delito en perjuicio de unos inocentes que, sin duda, merecen mejores padres y autoridades. Cuesta creer que las normas consuetudinarias indígenas autoricen el desamparo de las criaturas, pero aunque así fuera, valga repetir que ellas no pueden prevalecer sobre los derechos fundamentales establecidos en la Constitución.