Mirtha Trabucco es chef, licenciada en Trabajo Social y Hotelería, pero dedica gran parte de su tiempo al voluntariado. Hace 11 años es voluntaria en un comedor de niños carenciados, en hogares de ancianos y hace cinco también lo es en la Penitenciaría de Emboscada.
Comentó que cuando se fue por primera vez, a invitación de una amiga voluntaria, el objetivo de la visita era una jornada de evangelización organizada por la parroquia de su barrio. A medida que se adentraba al penal y observaba alrededor, en más de una vez se preguntó que hacía ahí.
“Al principio me daba un poco de miedo, porque no tenía experiencia. Siempre ayudé en varios comedores, pero nunca me había ido a una cárcel. Cuando llegué, mientras esperaba para entrar pensé: “¡Dios mío, qué estoy haciendo acá!”, pero entré y vi las miserias humanas de gente que verdaderamente merece una oportunidad porque todos merecemos una oportunidad nuevamente. Me fui y encontré el rostro del Señor”, afirmó.
A partir de ahí, Mirtha puso todo su empeño en tratar de hacer que las personas privadas de libertad puedan contar con un oficio que les permita asegurar el sustento diario y alejarse de la delincuencia.
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Panadería, confitería y confitería de salados son los talleres elegidos y el desarrollo de las clases teóricas y prácticas –tres veces a la semana con profesionales del Servicio Nacional de Promoción Profesional– se concluye en un año.
Meta: cocina industrial
Empezaron con 10 alumnos, pero llegaron a tener 40 en una sola clase. Hoy día es un curso tan concurrido que por falta de espacio se tuvo que limitar a 25 la cantidad máxima y también quedó restringido a los condenados con buena conducta.
Mirtha tiene como meta equipar una cocina industrial en un sector más amplio del penal para poder ampliar el número de alumnos. El fondo necesario es de alrededor de G. 100 millones, para la compra de mezcladora, refinador, batidora, mesa reglamentaria, hornos industriales, azulejos, pisos blancos, 6.000 ladrillos, chapas y cemento.
“Hay diferencias, no les vamos a meter a todos en la misma bolsa, pero cuando vos les hablás a ellos, hay chicos que están sin justicia, la justicia no hay, está ausente. Hay chicos que están sin documentos, que no tienen completamente el habla castellano, en guaraní solamente hablan. Son como esos perritos asustados”, indicó.
“Muchos vienen de lejos, están abandonados. Yo conocí a un muchachito en Sanidad que tenía tuberculosis, muy flaquito, vestido con harapos, me decía él que era de Laureles, Pilar. “Y tu familia”, le pregunté. “No me visita”. ¿Y por qué estás acá? “Robé un chancho”. ¿Y hace cuánto que estás? Hace 3 años. Él tenía 20 o 22 años, pero parecía un chico de 18 por la desnutrición..., sin dientes..., lamentable. Entonces uno va hablando con cada uno de ellos y su historia te va haciendo ver que necesitan ayuda, de una u otra forma”, explicó la entrevistada.
Prejuicio cierra puertas
El estigma que acompaña a las personas privadas de libertad se hace sentir hasta cuando se intenta realizar una actividad benéfica. La voluntaria Mirtha Trabucco debe lidiar a diario con esta situación.
“La verdad es que hay mucho prejuicio en ayudar, es muy poco lo que consigo, casi nada. Consigo ayuda para los niños, para los ancianos, pero para los presos se me cierran las puertas completamente. Me dicen: pero cómo vas a meterte en eso, si vos estás en otra cosa, vos te estás exponiendo, son unos asesinos, si a tu hijo le agarran no vas a hacer esto”, comentó.
Comentó que esta situación se agrava cuando salen en libertad.
“Al salir la sociedad les margina totalmente, porque no tienen trabajo, les marginan la familia, los amores, los hijos. A veces hay mentes más abiertas, corazones más abiertos, pero es muy difícil en una sociedad cerrada y con una delincuencia que cada vez apremia más”, agregó.
