¿Quién quiere un Premio Nobel de Literatura?

La letanía de los cupos desoídos y del eurocentrismo flagrante no ha estado ausente este jueves tras el conocimiento público de la decisión de la Academia Sueca. A propósito del Premio Nobel de Literatura 2020.

Louise Glück en su casa de Cambridge (Katherine Taylor).
Louise Glück en su casa de Cambridge (Katherine Taylor).Archivo, ABC Color

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En la mañana del jueves 8 de octubre, la radio pública norteamericana (NPR) ofreció un limpio ejemplo de su integridad. Una nota pre-producida sobre la inminente entrega del Premio Nobel de Literatura modelo MMXX, el año de la peste y la pandemia, entonaba la letanía de los cupos desoídos y del eurocentrismo flagrante y distraído de la premiación ya más que centenaria, iniciada en el siglo pasado gracias al millonario legado del explosivo creador de la dinamita. Pocas horas después, cuando la Academia Sueca anunció que la ganadora era la norteamericana de familia judía Louise Glück, ninguna emoción patriótica vibró en la voz de la NPR. Una periodista entrevistó a una especialista en la poesía de la Nobel flamante, y las dos coincidieron en que el millón de dólares de Estocolmo y aun la calidad de la voz poética de Glück iban a ser un obstáculo para que se oyera un coro de calidad no menor y aun mayor de voces de color de naciones desfavorecidas.

Una y otra nota periodísticas, que pueden buscarse como podcasts en npr.org, reflejan argumentos y argumentaciones bastante universales en el siglo XXI a la hora de razonar y comentar el Premio anual más rico y famoso. Aun si no se comparten, o si se es indiferente al argumento, hay que reconocerle juego limpio en su argumentación a la radio pública de Estados Unidos, a la que ningún nacionalismo desvió de la seguridad política de sus premisas de hierro.

En este razonamiento hay una premisa mayor: que el Premio Nobel de Literatura en el siglo XXI tiene una misión histórica que cumplir, la de reparar, con selecciones tercermundistas y no-blancas, una abrumadora preferencia escandinava por autores varones escandinavos o germánicos o europeos o racistas. Misión que cada año la Academia Sueca o incumple o mal cumple, en medio, además, de escándalos y renuncias por sospechas de corrupción del propio jurado académico. Misión que incumplió el año pasado, cuando un premiado fue el narrador austríaco germanófono Peter Handke, que incurría en tres de aquellas cuatro ventajas previas.

En este razonar planetario sobre la deontología defectuosa de las 18 personas que integran la Academia de Letras que premia mal obra también con firmeza una determinación no menos férrea: la de excluir como contraargumento, para justificar la decisión académica, la calidad literaria de los escritos de quien sea premiado. También hay que admitir el lado argumentativamente consistente de esta argumentación: esa misma calidad (formal, estilística) alegada, ¿no es prueba de privilegio cultural?

En la poesía de Louise Glück la Academia Sueca celebró la universalidad de una voz que se eleva sobre las particularidades. ¿No es la esencia de la blanquitud imperial, el hecho de ser la primera candidata siempre a la universalidad? También celebró la Academia premiante y apremiante el rico entramado de referencias y resonancias mitológicas clásicas, griegas y latinas, en su poemario Averno (2006), sobre el mito de Perséfone, que desciende a los infiernos raptada por Plutón, y asciende una vez por año a la superficie. «La primavera ha venido / nadie sabe cómo ha sido», cantaba Antonio Machado; poetas como Glück pueden responder con una sabia narrativa mítica a la ignorancia del poeta castellano, en cambio, ¿qué diosas helenas hay en la poesía del duelo por George Floyd, por las Black Lives que no importan y que fueron segadas por la policía norteamericana en este año de la rebelión y la pandemia?

Objeciones como las anteriores pueden leerse una y otra vez. Todo refinamiento cultural es prueba de privilegio. ¿No dijo Glück que prefería ser leída por personas inteligentes? ¿No hay elitismo en esto?

A contrario, podríamos preguntarnos si el primitivismo sirve como precondición ético-política de selección favorable para el Nobel. Pero, ¿no hay en esto otro racismo, el de igualar las formas primitivas con la autenticidad y legitimidad literarias? Nos responderían que no. Y, otra vez, hay que reconocer que no hay contradicciones en el argumento. En las notas radiofónicas de la NPR, como en la prensa escrita europea o africana o americana, reaparece en contraposición con el de Glück el nombre de una premiada ella sí modélica, Toni Morrison, Nobel 1993. La autora de la densa, compleja novela poética Beloved (1987), sobre la esclavitud americana fruto de la trata negrera atlántica, es mujer y es negra y su escritura es altamente ornamentada y ornamental. Y en este caso, el escribir desde Estados Unidos, «desde el vientre de la ballena o el Leviatán», es un mérito de coraje moral.

Glück, ex poeta laureada de Estados Unidos, profesora de la muy cara Universidad de Yale, en la liga de la hiedra de las universidades antiguas de la Costa Este norteamericana, es una «poeta profesional» –además de «profesoral»–. Una analogía algo forzada –forzada por la falta de un mejor término de comparación– sería el poeta argentino Alberto Girri. Que una mujer sea esa «poeta profesional» es algo que hoy damos por sentado, aunque no hace demasiado tiempo no pudiéramos hacerlo: progreso tanto más efectivo, eficaz y asentado porque no lo sentimos ni percibimos. Tal vez tenga un saldo positivo, en el interior de una cultura literaria, constatar la existencia y referencia de «poetas profesionales»: señalan un umbral mínimo de calidad verbal, elocutiva con que medirse, un estándar que, por bajo que resulte, sin embargo ya es alto.

Con poeta profesional no nos referimos –aunque en el caso de Glück la coincidencia sea inevitable– a poesía asalariada, rentada por el Estado o por instituciones privadas como fundaciones o universidades. Tampoco a «poesía pública». La poesía de Glück, que vivió una adolescencia y juventud marcadas por la anorexia nerviosa y la psicoterapia compulsiva, es personal e íntima sin ser abierta ni confesional. «Una intimidad / que creció entre nosotros / como un bosque alrededor de un Castillo», escribe en un poema de su último libro, Faithful and Virtuous Night (2014), donde describe la «indiferencia» y «evasión» del psicoanalista que guarda silencio en las sesiones.

Acaso la Academia Sueca, sin embargo, quiso hacer de esta poeta poco pública, que no hace tours de lectura de sus poemas, y que recibió el Premio con sorpresa, una poeta civil. En el año de la pandemia, eligen a una autora de la superpotencia que peor gestionó entre todas a la enfermedad de masas sin aire. Y lo hace eligiendo a una premiada, antes, por el presidente demócrata Barack Obama en un año en que el republicano Donald Trump busca su reelección. Louise Glück, nacida en abril de 1943, parece una respuesta a la muerte, semanas atrás, de una icónica figura cultural norteamericana nacida diez puntuales años antes, en marzo de 1933, la jueza Ruth Bader Ginsburg, primera mujer judía en la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, que Trump busca reemplazar en el Senado, a contrarreloj, por una candidata a su imagen y semejanza. Tal vez en esto sí podamos ver, de manos del tribunal de Estocolmo, un oscuro día de justicia.

Desde Buenos Aires, Argentina

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