Alejo Carpentier, escritor del real y maravilloso reino de este mundo

Siempre es bueno releer a nuestros escritores de América Latina, a aquellos que han dejado una profunda huella en nuestro espíritu y que han marcado en un momento dado, y que siguen marcando, con sus obras los caminos culturales de muchos lectores. Entonces, nos parece oportuno –a pesar de no celebrar ningún aniversario– recorrer los pasos, no perdidos, justamente, de un escritor fundamental en el panorama de las letras del mundo, ¿por qué no? Nos estamos refiriendo a uno de los más emblemáticos de Hispanoamérica, al descubridor, o al que puso en vigencia, del llamado “real maravilloso”, Alejo Carpentier.

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Alejo Carpentier (sin embargo, es bueno aclararlo), el menos hispanoamericano, el menos latinoamericano, el menos mestizo de estos escritores que forman la inteligencia contemporánea de nuestra cultura, ha escrito fundamentalmente novelas, También algunos cuentos, un libro de ensayo, una historia, una obra de teatro y artículos periodísticos. El ensayo, su historia, el teatro y sus artículos pueden desaparecer de la bibliografía y quedará un creador, un renovador de la creación literaria hispanoamericana.

El primer asunto surge a la consideración de cualquier lector de este francés nacido en Cuba es el relativo a su identidad cultural. Se aferra al tema latinoamericano, que rodea toda su obra, y quiere estar en el centro de la historia que nos afecta como pueblos y como cultura. Pero apenas entra el lector en las primeras páginas de cualquiera de sus novelas, se encontrará con que el tratamiento no provine de la entraña, sino de la periferia; no hay aquí producción desde el mestizaje, ni desde lo español americano, cuatrocientos años de tradición, sino mirada e interpretación desde fuera, desde Europa, desde Francia, desde la cultura de la otra orilla del mar. Claro está que se trata de una obra inserta en la literatura hispano-americana, válida para comprender lo americano. Alejo Carpentier se ha convertido en un intérprete de cierta humanidad, de cierta historia y de cierto paisaje americano. Pero su formación intelectual, su cultura es fundamentalmente europea. Y También su visión de los objetos que conforman su literatura.

Carpentier es un hombre que quiere conocer el pasado, de forma exhaustiva, para explicarse quizás el presente, y que luchaba a la par por no quedar despegado del futuro. Como hombre y como escritor, este cubano, de refinada conversación, de extraordinaria cultura, radicado durante largos años de su juventud en Francia, consciente de la mezcla de sangre, tradición y pasado íbero y africano que en él existe, puede comprenderse, explicarse, verse perfectamente reflejado en su obra; y la obra de Carpentier, prolífica y peculiar, como la que escribiera sobre las vicisitudes y peculiaridades de la revolución de su país escribió en su momento El año 59, es sin duda, sobre todo, El siglo de las luces.

“Las noches de sus sueños”

Ciertamente es cubano de nacimiento: “Nací en La Habana, en la calle Maloja, en 1904. Mi padre era francés, arquitecto, y mi madre rusa que había hecho estudios de medicina en Suiza. Vinieron a Cuba en 1902, por la única razón de que mi madre le reventaba Europa”. Su interés por La Habana, como morada física y sentimental, queda bien reflejado en un texto de 1970: La ciudad de las columnas. La escribió para describir la arquitectura de la vieja ciudad y también, me parece, para afianzar su necesidad de identificarse con ella, en una preocupación de hundir más sus raíces. Allí dice, por ejemplo: “Pero Cuba, por suerte, fue mestiza –como México o el Alto Perú–, y como todo mestizaje, por proceso de simbiosis, de adicción, de mezcla, engendra un barroquismo, el barroquismo cubano consistió en acumular, coleccionar, multiplicar, columnas y columnatas en tal demasía de dóricos y de corintios, de jónicos y de compuestos, que acabó el transeúnte por olvidar que vivía entre columnas, que era acompañado por columnas, que era vigilado por columnas que le medían el tronco y lo protegían del sol y de la lluvia, y hasta que era velado por columnas en las noches de sus sueños”. El texto termina con una cita de Baudelaire, adonde acude su memoria de manera natural; la memoria está hecha de aquellas computaciones formuladas por la cultura y por la tradición. La tradición y la cultura de Carpentier es europea y principalmente francesa.

Cuando el crítico Luis Harss entrevista al novelista en París, adonde ha vuelto como Ministro-Consejero de la Embajada de Cuba, hace esta observación: “Prefirió hablar francés antes que su español franco-cubano gangoso y gutural”.

“A menos que quiera ser infiel en su función social, el arte tiene que representar el mundo en proceso de cambio y ayudar a cambiarlo”, ha escrito el austriaco Erns Fischer. Tal es el angustioso problema en que Carpentier se debate. Este, de seguro, su planteamiento al trazar una novela, y ésa su lucha por lograrlo: el deseo de querer encajar su obra en el ser de nuestros días, de “iluminar” un trozo de la historia vivida: la humana, siempre reflejada, inserta en la colectiva, y llegar así a explicar la conformación, la estructuración de determinadas sociedades, y la acción del hombre como reflejo, como necesidad y agente transformador de dichas sociedades.

Existe otro concepto, no sé si acuñado por Carpentier, pero profusamente empleado por él, que sirve para esclarecer sus obras: es el de lo real maravilloso que aplica al continente americano. Fue en Venezuela, recorriendo el país al frente de una emisora de radio –Carpentier estudió arquitectura, se dedicó largos años al periodismo, fue preso durante la dictadura de Machado, puso letra a dos ballets no estrenados, por incorporar negros a la escena, produjo y dirigió programas radiofónicos tras incorporarse y renegar más tarde, al movimiento surrealista, estuvo en España y regresó definitivamente en 1939 a América dedicándose durante largos períodos de tiempo a la radio y no regresando a Cuba hasta 1959–, fue pues en el mágico mundo venezolano, cuando escribía su novela Los pasos perdidos, donde tomó conciencia de ésta, para él, profunda verdad, que subyace en toda la tierra de su continente.

“Sólo lo maravilloso es bello”

Al enfrentamiento de la civilización industrial, y esto se hace patente en El siglo de las luces, se opone el de otra civilización sensorial… Con la Revolución francesa y las ideas de libertad y progreso, la guillotina hace su aparición en América. Lo real y lo maravilloso se conjugan en este siglo de las luces, que apenas si corre unas páginas por un París certeramente descrito, para internarse rápidamente en su primitivo y no extensamente abierto campo e Centroamérica, y en las consecuencias de la trasplantación y transculturización hecha por el marsellés Víctor Hugues de las ideas jacobinas a un mundo casi en estado primario de desarrollo, y morir, combatiendo sus personajes por el pueblo de Madrid, en la España de Goya.

Maurice Nadeau, de L’Express, comparó en su momento El siglo de las luces a Guerra y Paz, y Marhieu Galery, en Arts, escribió: “He aquí una novela como –¡desgraciadamente!– ya no sabemos escribirlas en Francia”. Fue el año en que Natalie Sarraut, injustamente a mi modo de ver y con el criterio en contra del jurado español y latinoamericano, arrebató a Carpentier el Premio Internacional de Novela fallado en Formentor.

Sigamos de nuevo los pasas de este escritor para cotejar bien sus estancias y viajes principales. Permaneció en Cuba, donde estudió bachillerato y empezó, sin terminarla, la carera de arquitecto; estuvo en la cárcel en 1927; se marchó a París en 1928, en exilio, y se quedó en París once años. Es decir, que entre los 24 y los 35 años, la edad de la formación y afianzamiento de los modos culturales de un hombre, estuvo en París, dedicado a vivir completo, consustanciado con el medio: trabajó, leyó, escribió, descubrió el surrealismo, hizo los amigos, despejó incógnitas, preparó el porvenir. Desde el punto de vista literario en París está la fuente de su producción. En la revista del grupo al cual pertenece –Revolución Surrealista– es donde Breton expone su santo y seña de “Sólo lo maravilloso es bello”. Claro está que Carpentier profundiza esa enseña para convertirlo en “lo real maravilloso” de sus libros. Regresó a Cuba en 1936; va a España en 1937; y cae de nuevo en París hasta 1939. Desde ese año hasta 1943, sólo cuatro años, permanece en Cuba. Viaja entonces a Haití. Después viene el viaje a Venezuela: “En 1945 un amigo mío, Carlos E. Frías, me propuso ir a Venezuela a organizar una estación de radio”. Y aquí se quedó catorce años, hasta 1959; vivió dedicado al trabajo en Publicidad ARS, como periodista con su columna Letra y Solfa en El Nacional, y como novelista; en la Venezuela que va del golpe de Estado el 18 de octubre de 1945 al golpe de Estado del 23 de enero de 1958, bajo el gobierno de Juntas, el corto gobierno del novelista Rómulo Gallegos, antecesor de la novela actual, bajo el perezjimenismo, vivió Alejo Carpentier pacíficamente en Venezuela, donde se hizo escritor de fama. Regresó a Cuba a prestar servicios como Director de la Editorial Nacional y en el Consejo Nacional de Cultura, para pasar luego al servicio diplomático en París, su retorno a la fuente verdadera de su espíritu. Allí está, dedicado, como siempre, a las letras. Porque más que la revolución, más que a Cuba, más que a la América Latina, a quien sirve Carpentier es a la cultura. Ahora bien, quien sirve a la cultura sirve a su país, a su contorno y, en definitiva, al hombre. Toda la obra de Carpentier se define por esta fe en el hombre, en su capacidad para enfrentar los retos y marchar hacia el porvenir, hacia órdenes justos y luminosos. Difícilmente pueda decir algo más concreto, porque la revolución –en términos generales– queda muy mal parada en las novelas donde se toca el tema (El Reino de este mundo y El siglo de las luces).

Si Virgilio Piñera representaba en la narrativa cubana el escritor quizá más afín a las inquietudes de los jóvenes, Alejo Carpentier encarna en ella la mesurada perfección del clasicismo. Pocas novelas ofrecerá la literatura castellana de este siglo tan asentada, maduras y coherentes como El siglo de las luces. Precediéndola, casi se diría que a modo de ensayos, se eslabonan desde 1933 cinco títulos narrativos de Carpentier: Ecué–Yamba (voz lucumí que significa algo así como “Dios, loado seas”), Guerra del tiempo, El acoso, El Reino de este mundo, Los pasos Perdidos, El Siglo de las luces. Aun constituyendo muy valiosas obras de arte –particularmente para mi gusto, el admirable relato “El camino de Santiago”, comprendido en Guerra del tiempo – y testimonios fehacientes de un universo y unas preocupaciones personales, que por sí solos asegurarían a su autor un buen puesto en la historia de las letra castellanas, lo cierto es que a la vista de El siglo de las luces me siento invenciblemente inclinado a considerarlas como simples tanteos o búsquedas que preparan, quizás inconscientemente, la gran obra de madurez.

El Recurso del Método

Por ejemplo, hasta cierto punto, el prólogo a El reino de este mundo ha conocido una fortuna mayor que el texto mismo de la obra. Multiplicado por el comentario de críticos y profesores, reproducido en revistas y en colecciones de ensayos, el prólogo ha sido citado y vuelto a citar, hasta completar la vuelta sobre sí mismo e independizarse de la obra que precedía; hasta terminar de convertirse en uno de los lugares comunes de la nueva literatura latinoamericana. Ecos de su definición de “lo real maravilloso” de América aparecen en escritos de Mario Vargas Llosa, en declaraciones periodísticas de Gabriel García Márquez, en notas críticas de tantos escritores menores. Hasta cierto punto, el prólogo se ha convertido en prólogo a la nueva novela latinoamericana.

Por eso tal vez convenga empezar este repaso de El reino de este mundo por una consideración de lo que dice, y lo que no dice, el prólogo. Lo que dice es, tal vez, muy evidente e incluso algo obvio. Publicado en 1949, al frente de la primera edición del relato, el prólogo se propone una doble tarea didáctica: por un lado, explicar sus orígenes y situarlo en el contexto de la historia y la geografía de Haití; por otro lado, ubicar el relato, y la futura producción literaria de Carpentier, en el contexto crítico contemporáneo. La primera intención será discutida más adelante. Ahora quisiera examinar brevemente la segunda. En el momento en que se publica el relato de Carpentier, la literatura francesa y (por consiguiente) la latinoamericana, estaba entregada a la cuestión de la littérature engagée, viejo caballo polémico de los años treinta que el profesor Jean- Paul Sastre y sus discípulos más cercanos habían vuelto a sacar al ruedo. A esa polémica estéril, Carpentier dedica exactamente una frase del prólogo. Allí, después de haber atacado a los traficantes de falsos misterios, dice Carpentier:

“No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios de un regreso a lo real –término que cobra, entonces, un significado gregariamente político–, que no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes del literato “enrolado” o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas” (p. 12).

Con un golpe de pluma, Carpentier se ha desembarazado no sólo del realismo socialista, de las pestes, náuseas y alienaciones que proliferan entonces, sino que ha puesto punto inicial y final a un debate que todavía sigue asomando su máscara en las tertulias literarias de la América Latina. Con este gesto, Carpentier se libera de lo accesorio, soslaya el enfoque sociológico de lo literario, y puede concentrarse en lo que le interesa.

Para él, la literatura nace de lo “real”, pero no de lo real natural sino de lo real maravilloso. La expresión no es original suya, lo señalamos. Ya había sido fatigada por el futurista Máximo Bontempelli y había asomado en los intersticios de los manifiestos de André Breton y los suyos.

Sobre Los Pasos Perdidos dice Manuel de Sambrano Urdaneta y Milani: ”Parefe haber coincidencia casi absoluta en considerar esta novela de Alejo Carpentier, como su obra maestra”. Sobre El Siglo de las Luces afirma Márquez Rodríguez: “La crítica ha sido unánime en considerar a El Siglo de las Luces (1962) como la obra cumbre de Alejo Carpentier”. Al aparecer El Recurso del Método un crítico literario afirma desde Madrid: “… esa obra es la mejor novela hispanoamericana desde la publicación de Cien años de Soledad…”. (El Nacional, 30 de diciembre de 1974).

Se trata ahora de la novela de un dictador hispanoamericano, afrancesado, déspota ilustrado. El novelista entra en un terreno histórico explotado también por otros, como García Márquez, Roa Bastos, Arturo Uslar Pietri y Jaime Herrera Luque, el de La casa del pez que escupe el agua, en una apasionante justa por comprender lo que le ha ocurrido y está ocurriendo a los pueblos latinoamericanos.

El idioma de El Recurso del Método está como más atemperado, más cercano del lenguaje de las realidades concretas. No es un ejercicio, sino una historia. Descartes es la necesaria medida de quien escribe con patrones de cultura, con fuertes asideros intelectuales.

La ironía en ocasiones, el barroquismo de la narración, la omnipresencia del autor, que en todo momento interviene, aclara, justifica, explica sus personajes y su inserción en lo narrativo, hacen de esta novela, escrita con un lenguaje de belleza extrema, una obra que ha ensanchado el campo de la novela de nuestros días. Con Alejo Carpentier y El recurso del Método, la novela, y el realismo, han demostrado su pervivencia, sus futuras posibilidades.

Por Armando Almada-Roche
(Buenos Aires, especial para ABC Color)
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