La historia del Karãu

El único hijo de Ña Benita pudo haberse llamado también Melchor o Baltasar, porque nació el seis de enero y ella leyó en el almanaque Bristol repartido en la farmacia del pueblo que ese era el Día de los Santos Reyes Magos –y los vio montados en sus camellos, animales de los cuales la gente del campo generalmente no sabía nada–. Pero Gaspar era el primero de los mencionados, y, además, la madre simpatizó más con ese nombre.

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Ña Benita fue al bautismo acompañada por muchos parientes y vecinos a los que tuvo que convidar con tragos de caña blanca y grandes trozos de chicharrón de cerdo espolvoreado con harina de maíz tostado, kure chicharõ con hu’iti.

Gaspar vivió siempre cuidado por su madre, que se ganaba su vida y la de su hijo como lavandera, pasando largas horas en el arroyo, cuyas aguas amanecían casi heladas pero al cual el sol radiante de la siesta convertía en un lugar agradable donde la gente se bañaba o lavaba su ropa, manteles, toallas y sábanas, y los cuellos postizos de las camisas de los hombres más pudientes del barrio. Por la tarde, la lavandera, convertida en planchadora, almidonaba las ropas con un resultado apreciado por sus dueños.

La vida familiar era tranquila. Gaspar cursó con buenas calificaciones la primaria e ingresó en la secundaria en la escuela de comercio que quedaba en la cabecera del departamento. En ese tiempo el pueblo se llamaba Yvá Jhai. Cuando su partido estaba en el gobierno, pasó a llamarse Cecilio Báez. Nada tiene que ver un nombre con el otro, pero en nuestro país los premios a veces recién llegan después de muerto el homenajeado, que no se entera de ellos, como sucedió en el caso del maestro don Cecilio, recordado como una eminencia en la Facultad de Derecho, y que en una de sus más celebres fotografías aparecía firmando el Acta de la Paz del Chaco.

No le fue muy bien a Gaspar en la escuela de comercio. Con varios aplazos, aunque allí no se estudiaba Historia, mereció el apodo de Atila, el rey de los hunos, pero sin la primera letra de la última palabra.

A mediados de la carrera, Gaspar, guitarrero y cantor, descubrió un entretenimiento que lo fascinó: el baile. Concurriendo a las reuniones pueblerinas, se perfeccionó en las danzas, que en esa época se engalanaban con ágiles zapateos, y empezó a destacar con sus artes de bailarín y a ser envidiado por muchos y aplaudido aún por más. Las niñas que elegía en los bailes gozaban cuando su coquetería era admirada con entusiasmo por los mirones. Muchos atardeceres lo vieron llegar, en un caballo prestado, a Ajos (hoy Coronel Oviedo), el más importante asentamiento de esa zona de Caaguazú. Ninguno de sus rivales podía imitar los pasos que desparramaba por la pista.

Una mañana, su madre lo envió al pueblo a comprar almidón para endurecer unos cuellos y la pechera de la camisa de algún señor importante. Allí, Gaspar se encontró con Lolita, una de sus parejas preferidas, linda y fresca como las aguas del ykua por la mañana. Ella le informó que esa noche era el cumpleaños de una niña, que le había dado una lista en la que él figuraba y le había pedido que la ayudara a hacer las invitaciones, misión que cumplía al transmitirle a Gaspar la noticia.

Al volver, Gaspar vio que el tiempo se estaba encapotando, pero era tal su entusiasmo por la invitación que, haciendo un gesto de desdén por la circunstancia, fue primero a pedir a un vecino y amigo que le prestara su caballo para ir a la fiesta esa noche. Llegó a mediodía a su casa y encontró a su madre con paños fríos en la frente y fuertes dolores de espalda, pues el lavado, que realizaba en cuclillas, había sido particularmente largo. Gaspar le preparó un té de kumanda yvyra’i, que crecía en el patio, con unas hojitas de menta’i que le dieron un gusto exquisito. La madre se acostó en su catre de trama y pidió a Gaspar que trajera de la cocina una lata con kavara kyra que tenía guardada en el tatakua y la refregara para aplacar los dolores de cintura y espalda.

Ocupado con el quehacer doméstico, Gaspar veía inquieto cómo pasaba la tarde, pues tenía que viajar por lo menos dos horas para llegar a la fiesta. Cuando estaba atardeciendo, sacó agua del pozo, se bañó, empolvó sus sobacos con alumbre calcinado para que el olor de la transpiración no trascendiera en la agitación de la danza. Se acercó al lecho de la enferma y le pidió la bendición, que ella no le dio porque, aparentemente, dormía. Preparó un lampiu en un plato enlozado –una mecha engrasada que encendió con un fósforo–, que iluminó la alcoba. Desde la puerta, echó un vistazo a la enferma. Desató el caballo, montó ágilmente y salió a un trotecito corto para no cansar al animal.

En poco más de una hora y tres cuartos escuchó a lo lejos el sonido de la música traído por el viento de la tormenta; animado, clavó espuelas y azuzó al caballo; mediando algunos relámpagos y truenos, llegó a la casa, alumbrada con lámparas prestadas de los vecinos para hacer lucir la pista de baile.

Su llegada fue festejada por muchos de los presentes y, sobre todo, de las presentes, y por la quinceañera, que le agradeció el esfuerzo por llegar. Naturalmente, Lolita se le acercó, con una bandeja del licor amarillento que se servía en la fiesta para alegrar a todos y animar a los bailarines a seguir el son de una orquesta integrada por tres guitarristas, un arpista y, como lujo, nada menos que un bandoneonista. Aunque el repertorio no era muy extenso, cada cierto tiempo los músicos ejecutaban piezas antiguas, como Cielito Chopi o Santa Fe, y, con menos frecuencia, un pericón con relaciones. Luego, los jóvenes iban a la cantina a servirse copas de cóctel y picar trozos de chicharrón, pastelitos y costillas de cerdo, que se pagaban religiosamente, porque la invitación era para un «baile con cantina».

A medida que se acercaba la medianoche, hora en la que terminaría la farra, unos cuantos bailarines entonados, después del zapateo del Chopi, sacaban billetes, algunos muy usados, y los depositaban en los agujeros de la caja de las guitarras o del arpa. Todos aplaudían el gesto, que ayudaría a pagar la actuación de los músicos. Esto era frecuente, sobre todo, en reuniones de personas allegadas entre sí por ser compueblanos, de un mismo club deportivo o de una agrupación política; aunque en este último caso a veces los saraos tenían un final sangriento por alguna tonta discusión sobre alguna de las polcas de los que por entonces no eran sino dos partidos políticos.

A estas alturas, los más prudentes emprendían la retirada; aunque no llovía, las tormentas eléctricas y el viento intimidaban a los que vivían a dos o tres leguas de distancia. Gaspar, que había invertido buena parte de su dinero en consumir comestibles y bebestibles y en convidar a sus parejas vasos de aloja con miel, había perdido sus habilidades de bailarín y, en dos o tres oportunidades, el equilibrio, entre las risas y las burlas de los concurrentes. El cielo, negro por los nubarrones, de vez en cuando se iluminaba con relámpagos seguidos de fuertes truenos, y solo la alegría contagiosa de la música lograba que algunos que vivían cerca siguieran bailando y festejando las habilidades de Gaspar y Lolita, de quien el varón ya se había apoderado como si fuera su propiedad privada.

Llegó de pronto un grupo de hombres a caballo. Entre ellos, un señor de lo que ahora se llama «la tercera edad», que se había retirado como dos horas antes, no sin antes beber en abundancia del cóctel, y que, con la lengua pastosa le dijo a Gaspar:

«Disculpe, amigo, Gaspar,

no se vaya a bailar ma’.

Yo le traigo la noticia

de que ha muerto su mamá».

Cantó estos versos con la música de Santa Fe o Chopi, que la orquesta estaba tocando y que aprovechó, seguramente, para no hacer tan fúnebre la noticia; Lolita se zafó de los brazos de Gaspar y, aterrada, casi sollozante, fue a decírselo a su madre, que esparció la nueva, aunque Gaspar ya cantaba con la misma música esta respuesta:

«Ja segui katu la farra,

ja seguíke lo mitã,

ja seguíke katu la farra,

que hay tiempo para llorar».

En ese instante se desató una lluvia torrencial y todos se dispersaron, apurados. Gaspar, tambaleante, fue a buscar el caballo y, después de tres o cuatro tentativas, pudo montarlo y salir a toda carrera entre una mezcla infernal de rayos, truenos, viento, agua y una oscuridad solo interrumpida por algunos relámpagos que no permitían ver obstáculos a más de diez metros.

La lluvia, que lo mojaba sin misericordia, fue despertándolo de la nubosidad alcohólica, y creyó recordar que alguien le había traído una noticia importante, pero, en su confusión, rechazó esa idea: «No es cierto, si estaba viva cuando salí de casa». Y clavó espuelas para galopar más rápido, pero su corcel tropezó y Gaspar cayó de cabeza, ahogando un grito: «Mamá, mamita», mientras le volvía a la memoria la noticia que le había dado el forastero. Recordó que en su entusiasmo por el baile había abandonado a su madre enferma, y advirtió la gravedad de lo ocurrido. Luego, se desvaneció y poco a poco, entre escalofríos, fue cambiando, perdiendo su «pinta» elegante y tomando la forma de un pajarraco negro de largo plumaje. Cuando intentó pedir de nuevo el auxilio de su madre muerta, soltó un extraño grito, mezcla de ronquera, alcohol y terror, que parecía articular «Karãu, karãu, karãu».

Al alba, los noctámbulos que dejaban la fiesta vieron espantados al pájaro negro planear sobre ellos entre gritos de «Karãu, karãu, karãu», y seguir vuelo hacia la casa de Gaspar, donde, con velas encendidas, los vecinos oraban junto al lecho de Ña Benita. Se posó en el techo de paja y sus voces de ave silvestre, «Karãu, karãu, karãu», se mezclaron con una especie de sollozo en el que algunos creyeron distinguir un ronco «Mamá, mamita», que luego volvía al grito primigenio que ninguno de los presentes pudo olvidar.

Porque nunca habían visto un pájaro de esas características, lo llamaron Karãu. Cuando lo sentían rondar en reiterados vuelos, desde el atardecer hasta la medianoche, con su canto enronquecido de ave alcoholizada, la casa que fuera de Ña Benita, los vecinos la evitaban, temerosos de que, al pasar cerca, el zancudo de plumas negras y largo pico amarillento los saludara con el angustioso grito ronco del Karãu.

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