La luna, filtrándose a través de la ventana, iluminaba el cuarto como si fuera de día. Los jacintos y tulipanes estaban alineados en doble fila. Sentado al piano de juguete estaba un gran lirio amarillo que interpretaba la música más dulce que hubiese oído jamás.
La pequeña Ida miró a los tiestos de la ventana. No había allí ni una sola flor. Todas bailaban graciosamente en coro, formando cadenas.
Agarradas unas con otras por las largas hojas verdes, giraban y giraban.
El cuadro era deslumbrante. Ida, en la que nadie reparaba, vio como un gran azafrán saltaba a la mesa de los juguetes y se dirigía a la cama de las muñecas. Con mucho cuidado quitó la pequeña manta, dejando al descubierto las flores.
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—¿Siguen malitas o quieren formar parte de la fiesta?
Todo fue sin palabras, con el movimiento de las hojas, que Ida, de forma prodigiosa, llegó a entender. Y la respuesta de las flores fue saltar del lecho, muy animadas.
Un viejo deshollinador de porcelana, que por una desgraciada caída perdió el labio inferior, se puso en pie e hizo una graciosa reverencia a las flores.
De pronto, algo inesperado cayó entre las bailarinas. Se trataba de un viejo látigo.
Un muñequito que llevaba en la cabeza un sombrero de papel se montó en el látigo y terminaron bailando una movida mazurca entre los aplausos de las flores. La pequeña Ida oyó gritar al muñeco:
—¡Qué manera de mentir a la criatura! ¡Vaya tonterías!
Las cintas de flores que adornaban el cuero crecieron hasta envolver al muñeco que amenazaba con perturbar la fiesta.
Unas atrevidas margaritas intervinieron en la danza mientras un lirio, de pie y con un bastón verde, se convertía en director de baile.
Pronto fue tan grande el alboroto que la pepona Sofía se despertó de su profundo sueño en el cajón.
¿Por qué no me avisaron de que había baile? ¡Esto no se hace con una amiga!
—respondió el deshollinador.
—¿Quieres ser mi pareja?
—¡Qué buen bailarín eres! —replicó ella, despectivamente, volviéndole la espalda.
El deshollinador, ofendido, se apartó de la muñeca. Y como ninguna flor quería bailar con él, porque era muy torpe, danzó solo.
Sofía, presa en su cajón, buscaba en vano quien le ayudara a bajar de allí. En vista de que nadie le hacía caso, dio un salto y... ¡plaf!, cayó al suelo.
Algunas flores se acercaron a socorrerla, pero Sofía, poniéndose en pie, les dijo que no se había hecho daño y que deseaba tomar parte del festejo.
Las flores, entristecidas, se miraron. Una dijo:
—Gracias, Sofía. Pero todas habremos muerto mañana. Dile a Ida que nos entierre en el jardín, donde reposa el viejo canario. Así, el próximo verano, resucitaremos más hermosas que ahora y hasta es posible que aprendamos a cantar.
Sofía besó a las flores, muy conmovida, pensando en lo triste que iba a ser el invierno sin flores.
Sobre el libro
Título: Las flores de la pequeña Ida
Autor: Hans Christian Andersen
Editorial: Zap Digital, SL.
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