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La tortuga gigante
(adaptación)
(Horacio Quiroga)
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, quien estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. Este comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
—Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir y voy a morir aquí.
Pero también, esta vez, la tortuga lo había oído y se dijo:
—Si se queda aquí en el monte, se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas; acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras; al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho y atravesó pantanos en los que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre, con mucho cuidado, en un lugar en el que hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol y, como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba:
«¡Agua!, ¡agua!», a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:...
En el próximo número, la última parte del texto.
Fuente: QUIROGA, H. (1918). Cuentos de la selva.