En ese lugar escuchamos las historias más desgarradoras de niños y niñas arrancados de las manos de sus padres y subidos a la fuerza a un tren sin destino conocido. Relatos de adultos que no tuvieron tiempo de despedirse de sus hijos, narraciones de madres empujadas dentro de vagones sin derecho al adiós a sus familias. Se iban para no volver, con el dolor quemando la piel, con la vergüenza y el estigma sellado en la frente y el alma.
Han pasado años de aquellas tremendas humillaciones de unos seres humanos contra otros. Época de poca ciencia y mucha oscuridad, la palabra “lepra” se instaló en el colectivo como sinónimo de pecado, castigo divino, vergüenza corporal y humillación asegurada. Quienes se enfermaban sabían cuál era la certeza de su destino: ser apuntados con el dedo, señalados, separados, discriminados y exiliados. Era de lo que no se hablaba.
Han pasado los años. Paraguay hoy no tiene trenes ni vagones para subir a los enfermos pero tenemos redes sociales, la crueldad de la palabra fácil y el dedo acusador listo. El covid-19 está despertando los peores instintos y las discriminaciones más impensadas; dar positivo es una puerta abierta a las apuestas de lo escabroso, casi sinónimo de escarnio, mezcla de escrache y rechazo. Son los rumores, el chisme y las habladurías. La incertidumbre y el miedo nos están convirtiendo en lobos agazapados listos para saltar sobre aquello que nos atemoriza, el miedo a ser contagiados.
Duele admitirlo, pero uno no se da cuenta hasta que el caso lo roza, tangencial y con certeza. Un par de horas después de que se confirmara que un colega resultó contagiado, los titulares de algunos portales se basaban en la persona contagiada y en sus medios, casi como con un dejo de culpa y una pizca de miren lo que pasó. Llegamos al extremo de que un enfermo debe cargar con sus propios miedos además de la culpa de la exposición a los demás, el contagio a los amigos, los compañeros de trabajo y la familia.
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Nadie se enferma porque quiere. Nadie elige jugar al contagio con el maldito virus y, si a pesar de todas las precauciones que tomamos igual terminamos contagiados, es la ruleta que está tocando. Ningún vecino, compañero de trabajo, familiar, amigo, conocido, periodista o servidor público de salud debiera hacerle sentir mal a nadie. Quizá los que hoy comunicamos con tanta autosuficiencia los reportes de covid estamos en la misma lista de espera, formando fila y tomando turno para ser la próxima estadística. Tratemos a los enfermos como nos gustaría que nos traten cuando nos enfermemos. La calesita está dando vueltas, y no discrimina a quiénes van a subir. ¿Vergüenza? ¡Solo para robar!