Vergüenza, no

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Hubo una época en que Paraguay subía a sus enfermos del mal de Hansen (lepra) a un tren y los destinaban a depósitos humanos donde los olvidaban para siempre. Cuentan nuestros abuelos que muchos padres enviaron a sus hijos a ese lugar, y que no faltaron hijos que exiliaban a sus padres donde nadie pudiera recordar. Niños, adultos y ancianos, hombres y mujeres por igual eran “destinados” a lugares donde sus identidades se evaporaban en los amaneceres del bosque o en el miedo de las noches. Cuando conocimos el Leprocomio Santa Isabel, en épocas del querido padre Ángel Arcelus, se nos encogió el corazón. Para la gran mayoría de las personas que allí vivían, permanecían imborrables y vívidos los rostros y los amores de sus seres queridos, gente que nunca más los visitó ni recordó.

En ese lugar escuchamos las historias más desgarradoras de niños y niñas arrancados de las manos de sus padres y subidos a la fuerza a un tren sin destino conocido. Relatos de adultos que no tuvieron tiempo de despedirse de sus hijos, narraciones de madres empujadas dentro de vagones sin derecho al adiós a sus familias. Se iban para no volver, con el dolor quemando la piel, con la vergüenza y el estigma sellado en la frente y el alma.

Han pasado años de aquellas tremendas humillaciones de unos seres humanos contra otros. Época de poca ciencia y mucha oscuridad, la palabra “lepra” se instaló en el colectivo como sinónimo de pecado, castigo divino, vergüenza corporal y humillación asegurada. Quienes se enfermaban sabían cuál era la certeza de su destino: ser apuntados con el dedo, señalados, separados, discriminados y exiliados. Era de lo que no se hablaba.

Han pasado los años. Paraguay hoy no tiene trenes ni vagones para subir a los enfermos pero tenemos redes sociales, la crueldad de la palabra fácil y el dedo acusador listo. El covid-19 está despertando los peores instintos y las discriminaciones más impensadas; dar positivo es una puerta abierta a las apuestas de lo escabroso, casi sinónimo de escarnio, mezcla de escrache y rechazo. Son los rumores, el chisme y las habladurías. La incertidumbre y el miedo nos están convirtiendo en lobos agazapados listos para saltar sobre aquello que nos atemoriza, el miedo a ser contagiados.

Duele admitirlo, pero uno no se da cuenta hasta que el caso lo roza, tangencial y con certeza. Un par de horas después de que se confirmara que un colega resultó contagiado, los titulares de algunos portales se basaban en la persona contagiada y en sus medios, casi como con un dejo de culpa y una pizca de miren lo que pasó. Llegamos al extremo de que un enfermo debe cargar con sus propios miedos además de la culpa de la exposición a los demás, el contagio a los amigos, los compañeros de trabajo y la familia.

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Nadie se enferma porque quiere. Nadie elige jugar al contagio con el maldito virus y, si a pesar de todas las precauciones que tomamos igual terminamos contagiados, es la ruleta que está tocando. Ningún vecino, compañero de trabajo, familiar, amigo, conocido, periodista o servidor público de salud debiera hacerle sentir mal a nadie. Quizá los que hoy comunicamos con tanta autosuficiencia los reportes de covid estamos en la misma lista de espera, formando fila y tomando turno para ser la próxima estadística. Tratemos a los enfermos como nos gustaría que nos traten cuando nos enfermemos. La calesita está dando vueltas, y no discrimina a quiénes van a subir. ¿Vergüenza? ¡Solo para robar!

mabel@abc.com.py