La parábola más conocida es la del “hijo pródigo”, que sin embargo, es mejor designar: “Parábola del Padre misericordioso.”
Muchos de nosotros estamos reflejados en el hijo pródigo: exigimos nuestra herencia ahora mismo, viajamos por senderos de maldad e ignorancia, derrochamos en vanidades, y finalmente, terminamos revolcándonos con los chanchos.
Ojalá que las decepciones de la vida nos lleven a tener la misma decisión de este hijo: caer en sí mismo, arrepentirse del mal realizado y volver humildemente a la casa del Padre.
El Padre muestra exuberante condescendencia para recibir al hijo mal agradecido, que retorna a su hogar: corrió para abrazarlo, lo besó, le puso sandalia y anillo, que significa devolver su dignidad de hijo, y mandó que se preparara todo para una fiesta.
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Este es el Padre misericordioso que Jesús quiere mostrarnos y anhela que tengamos confianza en Él, mucho más que en nuestros erráticos bienes, o dudosas ideologías. Un Padre dispuesto a acogernos cariñosamente, si no nos mantenemos aferrados a nuestros delirios de grandeza.
Sin embargo, notemos también la conducta del hijo mayor, que es pichado, revela un enojo delante del Padre y de su hermano, y no quiere aceptar que el Padre festeje por recuperar a su hijo sano y salvo.
Podemos también nosotros comportarnos como este hijo resentido: en nuestro capricho, no queremos admitir que Dios trate con misericordia a uno que juzgamos como cretino, malhechor y digno del fuego eterno. Pensamos: “¡Si yo condeno, Dios tiene que castigarlo!”
En verdad, se trata de una hipocresía no desear entender que, si Dios me ayuda, es porque Él es misericordioso, y por la misma razón ayuda al otro, que también hizo macanadas.
Observemos que delante de los resentimientos del hijo mayor, que se quejaba de que el Padre nunca le había dado un ternero para agasajar a sus amigos, El afirma de modo infinitamente generoso: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.”
Sea que nos asemejemos al hijo menor (el “hijo pródigo”) o al hijo mayor (el “hijo resentido”), nunca dudemos del amor con que el Padre nos busca para sanarnos.
Igualmente, recordemos que la misericordia de Dios se materializa de modo evidente en el Sacramento de la Reconciliación: procure su parroquia y haga una buena Confesión.
Paz y bien.