Los últimos días se vieron ennegrecidos por vidas inocentes silenciadas a causa de inexplicables hechos cargados de violencia y odio. Durante toda la semana, inundaron noticias de niños siendo víctimas de crímenes grotescos en escenarios terroríficos, reflejando una cruda realidad que condena a muchos infantes.
El pasado fin de semana, el distrito de Minga Guazú fue testigo del sufrimiento de toda una familia, al conocerse el caso de Neidelin, una niña de 7 años que fue secuestrada en la tarde del sábado. Al día siguiente, con una impotencia que martillaba el pecho, la familia recibió la noticia de que hallaron un irreconocible cuerpecito calcinado en la zona, aferrándose a la esperanza de que no se trataba de la niña desaparecida.
La espera parecía interminable, pero el lunes confirmaron lo peor: ese cuerpo irreconocible y envuelto en cenizas era efectivamente la pequeña Neidelin. Así, con globos verdes y blancos adornando el cielo, pobladores de la zona empatizaron con el dolor inimaginable de la familia de la niña; Minga Guazú está de luto y declararon tres días de duelo.
El dolor desgarrador ya tenía precedentes pues, como si no fuera suficiente, la violenta realidad también se había hecho presente en el caso de una niña indígena drogada y violada, que fue encontrada inmóvil en un establecimiento abandonado. Por otra parte, encerrada en una mochila y atada de manos y pies, hallaron el cuerpo de otra nativa, que se encontraba en estado de descomposición y con signos de abuso sexual, en las inmediaciones de la terminal.
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La violencia deja heridas eternas en la mente de las víctimas directas e indirectas; estas marcas imperceptibles van más allá de la epidermis, dañando de por vida a quienes cargan con ellas.
De este modo, también existen lesiones emocionales, como en el caso de una niña de 4 años encontrada en un auto, junto a los cuerpos sin vida de su madre y abuela, en Hernandarias. La menor presenció la matanza de ambas mujeres y, pensando que se habían quedado dormidas, se mantuvo durante horas en el asiento trasero, sacudiendo a sus familiares mientras lloraba y pedía que despierten.
Cientos de casos cargados de brutalidad desmedida se instalan cada vez más en nuestra cotidianidad. Cuando aún en nuestra memoria quedaban vestigios del olor a mandarina y sangre por el caso impune de Felicita, la niña de 11 años que fue violada y asesinada al costado del cerro Yaguarón, estos recientes hechos violentos volvieron a conmocionarnos.
Escudriñar en la mente de los victimarios resulta tan complicado como buscar la razón por la cual estos asesinos querrían dañar vidas inocentes. Frágiles infancias se vieron destrozadas por acciones retorcidas y solo es posible protegerse de esta realidad con una delgada esperanza de que ningún hecho violento vuelva a apagar la vida de un niño.
Por Macarena Duarte (18 años)
