Mi libertad fue pisoteada y las secuelas de aquel horroroso régimen me marcaron

Esta es una historia de ficción: Represión, sufrimiento y llanto fueron las consecuencias cuando, en aquel régimen autoritario, quise alzar la voz. Soy Augusto, un hombre al que, en aquel 1954, le arrebataron sin piedad las ganas de libertad.

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Viví casi toda una juventud sin saber lo que realmente es disfrutar el día a día; mi niñez no contaba con aventuras imaginarias y mi adolescencia se vestía de cuatro paredes, pues una de las reglas que mi casa tenía era la de no intentar salir fuera de ella.

Mi mente era como un interrogatorio y un calvario que me abrazaba, pues no sabía lo que estaba pasando al cruzar la puerta de mi casa, pero intuía lo peor viendo a mi mamá llorar por lo que mis vecinos enfrentaban. Rápidamente, a mi corta edad, iba comprendiendo los porqués del sufrimiento que generaba la angustia del barrio.

Aquellas represiones tenían un protagonista: un hombre pintado de paz y progreso que, poco a poco, fue mostrando su verdadero color oscuro y, así, fue moldeando sus garras para atacar contra quien pensara diferente a él. Años después de que ese mandatario haya asumido, me cuestionaba tantas cosas, como: ¿Por qué alguien debe imponerme su manera de pensar?, ¿si tengo voz, por qué no puedo exigir justicia?

¡Parecía una jungla! Todos respetaban al animal más poderoso y otros se convertían en sumisos. Yo ya había cumplido 18 años y me resistía a cualquier forma de represión y autoritarismo. Sin embargo, mi oposición a dicho sistema era la clásica aguja en un pajar, pues, mientras el país estaba en manos de un tiranosaurio, mis palabras expresadas en voz alta solo se convertían en mis enemigas.

Una noche del año 1968, tuve la "suerte" de conocer la famosa Caperucita, una camioneta roja. Antes del horror, dos gorilas sin dejarme explicar que, en horas de la noche, yo iba camino a la casa de una enamorada para ser el primero en felicitarla por su cumpleaños, me agarraron del brazo y me subieron a aquel monstruo de cuatro ruedas.

Sabía que gritar sería en vano, porque no existía un superhéroe que enfrentara a un villano como aquel hombre. A la fuerza, llegamos a un lugar donde el llanto y el auxilio eran la alfombra de "bienvenida", pero todo lo opuesto. Aquellos gorilas no sentían odio por mí, pues solo eran títeres de un superior; la única cosa que sabía hacer en ese entonces, era pensar en mi mamá que siempre decía "no salgan de casa".

A diferencia de años atrás, hoy en día, con mis edad avanzada, puedo decir que mi libertad sanó cuando el tiranosaurio fue derrocado en 1989.

Por Ezequiel Alegre (18 años)

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