Todos los perros van al cielo

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Las primeras mascotas que nos acompañaron en la primera infancia a mi hermano Félix y yo fueron Capullo y Patrón. El primer can era grandote y “colí” de color cremita y el segundo más pequeño y arisco con manchones blancos.

Ambos fueron rescatados por nuestro papá y llevados a casa cuando apenas se les despegaban los ojos. El primero, surgió en uno de sus tantos viajes con camionadas de algodón y coco hacia la Algodonera Guaraní o la Aceitera Itauguá.
 
Y el más pequeño nació en una barcaza en el Puerto de Guyratí. Alli fue rescatado del abandono y la muerte segura junto con otros cachorros que se repartieron los viajeros.
 
Nos acompañaban en todas las travesuras y andanzas y en las largas caminatas hacia la casa de los abuelos. De indescriptible nobleza, eran quienes nos despedían al salir para la escuela y estaban pendientes a nuestro regreso. Comían de nuestras manos y siempre esperaban de regalo un hueso que enterraban y rescataban cada tanto, como el mejor de los tesoros.
 
Las dos mascotas vivieron entre diez a once años, que significan muchísimo en lo que respecta a la edad perruna. Cada año debe ser multiplicado por cinco a siete de los humanos, según el tamaño del animal.
 
Les sucedieron varios otros, cada uno con un protagonismo como miembro de la familia. Pupi, era la mascota pequeña y gris de la que se había adueñado mi hermana Dora. Era un poco vago y salía mucho a la calle, que en varias ocasiones le pasaron por encima los vehículos aunque siempre salía ileso. Su contextura pequeñita lo hacía rodar como una pelota. Tenía más vidas que un gato.
 
A propósito de los felinos en mi casa nunca faltaron. El gato Raúl se adueñaba de la cama donde ronroneaba toda la noche y cuando alguien se acercaba a su territorio lo reprendía con arañazos.
 
Mi abuela Dora los odiaba y decía que le causaban alergia por culpa del asma que padecía. En forma pícara yo le arrojaba el gato a su regazo -a sabiendas del repelús que le producía- y ella se quedaba quieta y sonriente para no contradecir al nieto consentido.
 
Mi abuela Ana Alfonso siempre tenía un colibrí anidando en el techo de la casa. Formó su nido en una cáscara de huevo colgada de un gancho. Ella era muy devota de San Francisco de Asís y, cada vez que terminaba un almuerzo en sus frecuentes visitas, agradecía e imploraba abundancia de alimentos para toda la familia.
 
En 1945 se casaron mis abuelos paternos en la Iglesia Virgen del Rosario de Villeta. En el atrio apareció un cordero que fue a acurrucarse con la cola del vestido deseándole muchos hijos. Tuvo nueve.
 
Dicen que si una novia sueña estar rodeada de conejos en días previos o inmediatos a la boda, de seguro tendrá muchos hijos. Los animales que respetamos y amamos bendicen nuestras vidas.
 
Los animales siempre forman parte de nuestras vidas y cada cual tiene una historia que contar, como las de Hachiko, Lassie o Gonzalo, solo por citar algunos.
 
Hoy que es el Día de San Francisco -así como todos los días del año- no perdamos la ocasión de hacer el bien a estos seres vivos o recordarlos pues de seguro, como dice el títulod e una película, “todos los perros van al cielo”.