La tormenta nos enseña que estamos todos en una misma barca

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El papa Francisco impartió a los fieles católicos una excepcional indulgencia plenaria, ante la cruel pandemia que tiene en vilo a la humanidad, sin distinción de nacionalidades, edades, géneros, creencias o fortunas. Al decir del Sumo Pontífice, “una tormenta inesperada y furiosa nos sorprendió a todos y nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados”. Ya se habían dado algunas voces de alarma, pero fueron aisladas y por ende, desoídas, tanto por gobernantes como por gobernados. Y de pronto, según el mensaje papal, quedaron al descubierto “esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas”, o sea, el planeta entero se despertó en medio de una tempestad desatada en China, pese a que aún hay jefes de Estado latinoamericanos que siguen empeñados en minimizarla. En tal sentido, es plausible que nuestras autoridades hayan reaccionado con relativa presteza y rigor, así como que la gran mayoría de los compatriotas parezca estar tomando consciencia de la gravedad de la situación. Es de esperar que el drama que hoy nos agobia sea superado en todo el mundo, más temprano que tarde. Aunque haya que lamentar muchas pérdidas, habrá que abocarse a cerrar las heridas, atendiendo las lecciones que se hayan recogido.

El viernes último, el papa Francisco impartió a los fieles católicos una excepcional indulgencia plenaria, ante la cruel pandemia que tiene en vilo a la humanidad, sin distinción de nacionalidades, edades, géneros, creencias o fortunas. Al decir del Sumo Pontífice, “una tormenta inesperada y furiosa nos sorprendió a todos y nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados”. Ya se habían dado algunas voces de alarma, pero fueron aisladas y por ende, desoídas, tanto por gobernantes como por gobernados. Y de pronto, según el mensaje papal, quedaron al descubierto “esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas”, o sea, el planeta entero se despertó en medio de una tempestad desatada en China, pese a que aún hay jefes de Estado latinoamericanos, como Jair Bolsonaro (Brasil) y Andrés Manuel López Obrador (México), que siguen empeñados en minimizarla. En tal sentido, es plausible que nuestras autoridades hayan reaccionado con relativa presteza y rigor, así como que la gran mayoría de los compatriotas parezca estar tomando consciencia de la gravedad de la situación.

El Papa tiene razón al afirmar que los terrícolas nos hallamos “asustados y perdidos”, pues la crisis sanitaria global, causada por un “enemigo invisible”, amenaza la vida de millones y, desde ya, altera notablemente el comportamiento social. Hasta la fecha, no hay vacunas ni medicamentos específicos para prevenir o curar la enfermedad, que se propaga exponencialmente, habiendo trasladado su epicentro primero a Europa Occidental y luego a Estados Unidos. Se ignora la duración de la pandemia, pero se sabe el número diario de fallecidos y ya son muchos los que sufren –también en el Paraguay– sus penosos efectos económicos.

“En esta barca estamos todos”, repitió la cabeza de la Iglesia Católica, subrayando así que compartimos un planeta hoy conmovido por la misma experiencia dramática. Ella sirvió para que se evidencie, una vez más, nuestra “pertenencia común” y, por tanto, la necesidad de enfrentarla de consuno, mediante la solidaridad entre los países y dentro de cada uno de ellos. Ya se han dado gestos de cooperación internacional, de modo que los esperados en nuestra sociedad deberían ser tenidos por naturales. Cuando uno defiende su propia vida mediante el enclaustramiento, también defiende la ajena, de modo que el mínimo signo de solidaridad exigible es obedecer las restricciones vigentes con respecto a las libertades de reunión y de tránsito. La privación temporal del contacto con seres queridos redundará en beneficio de todos, aunque a menudo implique el dolor de la soledad, a la que también se refirió el Sumo Pontífice. Las calles y las plazas vacías son tristes, pero mucho más lo son las muertes evitables.

Es de esperar que el drama que hoy nos agobia sea superado en todo el mundo, más temprano que tarde. Aunque haya que lamentar muchas pérdidas, incluyendo las materiales, habrá que abocarse a cerrar las heridas, atendiendo las lecciones que se hayan recogido, especialmente en lo que atañe a la sanidad. Parece que algunas ya se están atendiendo en nuestro país, como la prosaica cuestión presupuestaria de que los gastos superfluos deben ser eliminados, y que también deben ser desterrados los privilegios de los que goza una casta de políticos y altos funcionarios, frente a una población que sufre de carencias. Es deplorable que se haya tenido que llegar a este extremo para tomar en serio una necesidad que también existe en aquellos tiempos normales, en los que nuestras “falsas y superfluas seguridades” hacen olvidar la importancia vital de la salud pública, así como de la eficiencia y de la honestidad en el aparato estatal.

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Por su parte, la gente debe contribuir al éxito de las medidas preventivas, no solo cumpliéndolas, sino también tratando de reducir sus efectos colaterales negativos y de no desvirtuar su sentido. Por ejemplo, los estudiantes deben comprender que no están de vacaciones, sino sometidos, como toda la población, a unas normas que apuntan a precautelar el bienestar de todos. Esta pequeña “barca”, que es el Paraguay, requiere la colaboración general, para que no naufrague en el mar de la indiferencia y la irresponsabilidad. Que el coronavirus sirva, al menos, para tener en cuenta, en adelante, que también la negligencia de las autoridades y de los particulares puede tener consecuencias mortales para la colectividad. Hay que capear esta “tormenta” con coraje, disciplina e inteligencia.