La diputada Celeste Amarilla (PLRA) fue suspendida en la sesión del miércoles por sesenta días, sin goce de dieta, por haber afirmado en una reunión del Frente Anticorrupción que al menos 60 o 70 de sus 80 colegas conquistaron sus bancas gracias al dinero sucio que recibieron para las respectivas campañas electorales. Nada menos que 47 de ellos se sintieron aludidos, razón por la cual aprobaron el pedido de sanción hecho, entre otros, por el diputado Basilio Núñez (ANR, cartista), jefe del nefasto clan de Villa Hayes que estaría involucrado en más de un escándalo en perjuicio del erario. En el previo debate libre, la que sería castigada por sus nada sorprendentes aseveraciones afirmó que no se retractaría y fue aún más lejos al sostener que estaba convencida de que también hay senadores que deben su investidura al dinero mal habido. Si la diputada fue suspendida por una Cámara signada por la corrupción y por el encubrimiento recíproco de sus miembros, la ciudadanía tiene que aplaudirla por haber puesto el dedo en la llaga purulenta. No incurrió en la “inconducta en el desempeño de sus funciones”, de la que habla la Constitución, sino que tuvo el coraje de expresar en voz alta lo que la sociedad civil supone por muy buenos motivos. Lo que es vox populi.
Hemos enfatizado, más de una vez, que la Cámara Baja se parece a un aguantadero en el que sus moradores se protegen unos a otros, en el mismo chiquero. También hemos deplorado que sus miembros honrados no repudien con la palabra y los hechos a quienes hacen gala de una inmoralidad a toda prueba. Por eso, es encomiable que, por fin, alguien haya puesto los puntos sobre las íes en lo que respecta al financiamiento político de la gran mayoría de los diputados. Es muy elocuente el hecho de que entre quienes propusieron la inicua medida figure el contrabandista confeso Carlos Núñez Salinas (ANR), que se libró de la cárcel gracias a un mero tecnicismo jurídico que nada tuvo que ver con su inocencia.
Este indigno cuerpo colegiado, que no merece en absoluto el tratamiento protocolar de “honorable”, aún tiene entre sus miembros al liberal Carlos Portillo y a los colorados Miguel Cuevas, Ulises Quintana, Freddy D’Ecclesiis, Tomás Rivas, Éver Noguera y Cristina Villalba, cuyos mancillados nombres hablan por sí solos. Allí también enlodó una banca el colorado José María Ibáñez, obligado a renunciar por la opinión pública y no precisamente por sus pares. Ante lo sostenido por la diputada Amarilla solo pueden rasgarse las vestiduras unos fariseos de marca mayor. La ciudadanía no ignora de qué calaña es la gran mayoría de los legisladores ni que la compraventa de buenos lugares en las listas de candidatos es una práctica muy difundida, sobre todo en las elecciones internas de los partidos mayoritarios. Claro que también en las generales se invierte mucha plata de origen inconfesable para pagar “operadores” y comprar votos. Ese origen no hay que buscarlo solo en el crimen organizado sino también en la malversación de fondos públicos, ya que los delincuentes buscan asegurarse la impunidad con los fueros parlamentarios luego adquiridos.
Los ofendidos diputados invocaron una norma del reglamento interno de la Cámara que prohíbe las “alusiones irrespetuosas y las imputaciones de mala intención o de móviles ilegítimos hacia la Cámara y sus miembros, en las sesiones y fuera de ellas”, sin imponer ninguna sanción ni establecer la mayoría requerida para ello. Parece que llenaron la laguna recurriendo a la Constitución, que sanciona la “inconducta” de un legislador con hasta sesenta días sin goce de dieta. Y bien, la peor inconducta es llenarse los bolsillos mediante el robo o con los nada desinteresados aportes pecuniarios del hampa. Denunciar semejante fechoría implica defender las instituciones, es decir, tener una conducta acorde con la dignidad de un cargo electivo.
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Que los sinvergüenzas peguen el grito al cielo porque la diputada Amarilla haya hablado de un hecho de pública notoriedad es señal de una hipocresía singular. Es claro que carecen de toda autoridad moral para punirla y que el teatro montado no habrá de engañar a nadie que tenga aunque sea una pálida idea de la espantosa corrupción reinante en la “clase política”. Les saldrá el tiro por la culata, porque ahora más que nunca la ciudadanía harta de tanta desvergüenza les exigirá explicaciones sobre sus fortunas mal ganadas. Mucho se engañan si creen que contraatacando con una sanción convencerán a la sociedad civil de que son unos pobres angelitos calumniados por una diputada que, cabe insistir, no sacó a la luz ningún misterio.
El Congreso se ha convertido en algo parecido a un antro en el que se trafica con la dignidad nacional, tarea esta en la que la Cámara de Diputados descuella con luces propias. Lo que han perpetrado estos caraduras de tomo y lomo solo servirá para enardecer a los ciudadanos dignos. No se blanquearán tratando de silenciar a quienes les cantan algunas verdades, que mal pueden privarles de la honorabilidad que no tienen. Los diputados en mayoría se han hundido aún más en el fango de la indecencia.
El Parlamento ha dado una estocada mortal a su propia esencia republicana. En el ámbito natural propicio para debatir con virulencia los temas de interés público, se cercenó la libertad de expresión. Ya no quedan dudas de que muchos de sus integrantes no tienen la más mínima noción de su alta función republicana.
Podrán seguir recurriendo a la arbitrariedad, pero no así ganar la confianza de sus compatriotas. Al contrario, se irán envileciendo todavía más y solo es de esperar que las fechorías que cometen antes y después de ocupar sus escaños no hagan que la ciudadanía se confunda hasta el punto de identificar el sistema democrático con la corrupción sistemática. Confiamos en que ello no ocurra por el bien de todos.