La farsa educativa no se debe repetir en el 2021

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Este año la educación ha sido una gran farsa. Ni bien empezado el ciclo lectivo, la pandemia obligó a suspender las clases presenciales y la excepcional situación hizo aún más evidentes las carencias y desigualdades, la falta de creatividad, el atraso y –cuando no– la obstinación y tozudez de las autoridades educativas. El año lectivo, al menos en lo que respecta a las clases, ha llegado a su fin, con un tendal de víctimas a su alrededor. Nadie quiere poner el dedo en la llaga y dejar en evidencia que fue un mal año para gran parte de los alumnos, que no aprendieron nada. No empiezan las vacaciones, empieza el tiempo de pensar, de calcular, de buscar las mejores estrategias, para que el próximo año sea fructífero, y no sea también un año perdido.

Este año la educación ha sido una gran farsa. Ni bien empezado el ciclo lectivo, la pandemia de coronavirus obligó a suspender las clases presenciales y la excepcional situación hizo aún más evidentes las carencias y desigualdades, la falta de creatividad, el atraso y –cuando no– la obstinación y tozudez de las autoridades educativas.

El año lectivo, al menos en lo que respecta a las clases, ha llegado a su fin, con un tendal de víctimas a su alrededor. Como un secreto a voces, o como algo que se ve y no se pregunta, nadie quiere poner el dedo en la llaga y dejar en evidencia que fue un año perdido para gran parte de los alumnos, que no aprendieron nada, porque para el Ministerio de Educación fue aceptable que los maestros se limitaran a enviar tareas por WhatsApp a sus educandos, simplemente esperando un retorno, sin que se produzca el aprendizaje.

Desde luego, la pandemia sacudió a todos los sistemas educativos del mundo. Pero algunos, por su apego a las tecnologías y respeto a las ciencias, pudieron sortear mejor las vicisitudes. En Paraguay, en cambio, el MEC siempre despreció las nuevas tecnologías y se negó a universalizarlas. Así, existen docentes que no han tocado una computadora en su vida y los alumnos aprenden mucho más de estas en casa y con amigos que en un marco institucional.

Además, no se trataba solamente de pasar las clases presenciales a un formato digital. Era necesario establecer un sistema nuevo, pero, en nuestro medio, ello estuvo a cargo de docentes sin capacitación y avanzando casi a ciegas. Lo que en principio se pensó que duraría unas semanas, terminó imponiéndose.

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Dados los avances alcanzados hasta ahora en cuanto a desarrollo y producción de vacunas contra el covid-19, se puede prever que el año próximo habrá dos escenarios, que trasladándolos al año lectivo significarían lo siguiente: un primer semestre sin vacunas y el segundo donde la inmunización ya habría comenzado. El Ministerio de Educación debería saberlo y por lo tanto debe prever estrategias para ambos escenarios. El fin de las “clases” y la cierta previsibilidad con la que ahora se cuenta –a diferencia de cuando en marzo se suspendieron las actividades abruptamente– obligan a pensar en planes bien concretos, que impidan que el 2021 sea también una catástrofe.

No empiezan las vacaciones, empieza el tiempo de pensar, de calcular, de buscar las mejores estrategias, para que el próximo año sea fructífero, y para que los niños, adolescentes y jóvenes aprendan y logren en sus vidas cierta normalidad. No hay que dejar de lado su necesidad de socializar, de acercarse a sus vínculos, de funcionar en sociedad, un aspecto que este año fue cancelado, pero que surtió un efecto bumerán en la salud mental, con miles de niños y adolescentes deprimidos y ansiosos.

El MEC debe actuar con inteligencia y considerar las realidades del sistema educativo. Por ejemplo: no tiene sentido mantener la suspensión de las clases en escuelas de zonas aisladas, con bajísima población escolar. Estas son generalmente las escuelas más pobres, cuyos alumnos disponen de menos recursos y por lo tanto no tienen manera de acceder a las clases a distancia basadas en teléfonos inteligentes y computadoras. En esas pequeñas escuelas rurales, bastaría con aplicar las medidas protocolares de prevención, para minimizar los riesgos. No hacerlo es simplemente castigar a sus alumnos doblemente y condenarlos solo por ser pobres, lo que significará más atraso para esas familias y comunidades.

Este tiempo debe ser usado para diseñar estrategias que permitan a los alumnos tener clases presenciales. En las escuelas con alta población estudiantil y hacinamiento en las aulas, se puede establecer un sistema de asistencia alternada, con asignaciones para los días en que las clases no serán presenciales.

Es un momento para equipar las instituciones educativas con los implementos que se necesitan, bajo el precepto de que las clases se deben reanudar y ya no es posible seguir con un sistema “de gua’u”. Este no es un tema menor, porque aún existen escuelas y colegios donde ni siquiera hay servicios sanitarios decentes. Y es una carga que debe caer principalmente en el Estado, como responsable de la salud y la educación. Es decir: asegurarse de que una escuela tenga un lavatorio de manos, termómetros, una sala de aislamiento para casos sospechosos y suficiente provisión de alcohol desinfectante no puede ser una carga para los padres y que dependa exclusivamente de ellos, porque eso significa dejar la eficacia del sistema librado al azar.

En este tiempo, los docentes fueron blanco de muchas críticas. Muchos ni siquiera tenían internet en sus casas y no sabían –porque nunca hubo una política oficial al respecto– cómo organizar sus actividades a distancia. Ahora, además de criticarlos, es necesario apoyarlos. Y ese apoyo debe llegar desde arriba. Deben ser capacitados, se les debe entregar las herramientas para que se empoderen de sus aulas y vuelvan a liderar los procesos, teniendo en cuenta que la cotidianeidad ha cambiado.

Otro capítulo especial de este problema es la educación inicial y el primer ciclo de la educación escolar básica. La educación inicial es el cimiento de un adulto sano. Ocurre en el tiempo más valioso para el desarrollo de la inteligencia. Negarla hoy tendrá consecuencias a largo plazo para los individuos y para la sociedad. Por eso, es fundamental buscar los mecanismos para que los chicos no sigan privados de este derecho, siempre con la seguridad sanitaria requerida.

En todos los aspectos mencionados, uno de los principales obstáculos que se vislumbra para que las cosas funcionen el año próximo es la personalidad del ministro de Educación, Eduardo Petta, siempre reacio al diálogo, ajeno a la conciliación, incapaz de tolerar la crítica y más apegado al fundamentalismo religioso que a la ciencia.

Antes de que termine el funesto 2020, Petta debería emprender una iniciativa para escuchar ideas de cómo deben hacerse las cosas el año que viene, para asegurar que las clases se reanuden y sean efectivas. La gente común, sobre todo la más afectada, tiene mucho que decir, por experiencia propia. Hay que escucharlos, saber cómo se sienten, qué quieren, cómo piensan que se puede salir del pozo. No necesitan ser grandes ideas, pero es necesario buscar entre todos la manera de que el 2021 no sea también un año perdido.