El director del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias y del Ambiente (Ineram), Dr. Felipe González, declaró haber llegado a su límite y puso su cargo a disposición debido a la aguda y permanente falta de medicamentos e insumos para dar respuesta a los pacientes que abarrotan el nosocomio. Si esta es la situación del hospital insignia en la lucha contra el coronavirus, ¿cómo estará el resto? Entendemos la frustración del Dr. González y no nos cansaremos de resaltar y agradecer la heroica labor del personal de blanco que ha estado en la primera línea en esta larga y extenuante batalla, pero si 1.051 internados por covid a nivel nacional, 265 de ellos en terapia intensiva, hacen colapsar el sistema público de salud después de un año de costosísimas restricciones y con 3.000 millones de dólares adicionales de endeudamiento, entonces los que deberían renunciar son el ministro Julio Mazzoleni y su jefe, el presidente Mario Abdo Benítez.
Cuando se decretó la cuarentena en marzo del año pasado, la razón esgrimida fue la necesidad de “aplanar la curva” con el fin de dar tiempo de “preparar el sistema de salud” para cuando llegara la avalancha de casos, algo que se sabía inevitable. En ese momento resultaba plenamente justificado, todos así lo entendieron, todos apoyaron y cooperaron. En tiempo récord se puso a disposición del Gobierno un marco legal que le permitía acceso casi discrecional a todos los recursos necesarios para enfrentar la pandemia. Nunca se escatimaron fondos, se aprobaron sucesivas emisiones de bonos y toma de préstamos, por encima de las posibilidades reales del país, al punto de que la deuda pública pasó de 8.900 a más de 12.000 millones de dólares, algo que pesará por mucho tiempo sobre las espaldas de la ciudadanía. Y resulta que, al cabo de un año entero, después de durísimos sacrificios económicos, sociales, individuales, después de haber descalabrado las finanzas públicas, los hospitales no tienen insumos elementales, como calmantes para poder intubar, no digamos ya vacunas para detener la circulación del virus y poner al país en condiciones de volver a la normalidad.
Podrán poner muchas excusas, dirán que no son culpables de la pandemia, que las condiciones del mercado son difíciles debido a la alta demanda de material médico, pero esto lo podían alegar en los primeros meses de la crisis, no luego de haber tenido a su plena disposición el tiempo, el dinero y las herramientas requeridos para “prepararse”, como supuestamente era el objetivo inicial. A estas alturas, las tristes falencias que siguen sufriendo los pacientes y atormentando a los que día a día deben tratar de atenderlos solamente pueden ser atribuibles a la corruptela, a la imprevisión, a la incapacidad de negociación y gestión, a la charlatanería, a la más absoluta y descalificadora inoperancia.
Prueba de ello es que apenas el 26,31% de los fondos de la ley de emergencia se utilizaron en salud pública, según datos oficiales. El resto se esfumó en subsidios, en “mantenimiento del funcionamiento del Estado” (salarios, en un año en que la administración pública trabajó a medias, siendo generosos), en ejecución de obras que muchas veces respondieron a componendas con amigos y parientes antes que a reales necesidades del país.
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La cruel consecuencia es que el sistema de salud sigue tan precario y desabastecido como siempre, como lo testimonió el Dr. González, que apenas pintó el panorama en un hospital de referencia de la capital del país que se ocupa primordialmente del covid. En el interior el escenario es muchísimo peor, la gente está completamente desprotegida, no hay siquiera ambulancias en condiciones para trasladar de manera segura y oportuna a enfermos graves, aun tratándose de personas pudientes, como quedó evidenciado con el caso del diputado Robert Acevedo, lo que da una idea de a qué están expuestos los ciudadanos corrientes.
¿Y qué hay de las otras enfermedades? El Ministerio de Salud Pública deliberadamente retacea estadísticas actualizadas, pero si se tiene en cuenta que en Paraguay se producen unas 30.000 muertes al año, el covid ha sido responsable de un 10% de ellas, a lo sumo un 20% si es cierto que la cuarentena logró reducir relativamente las defunciones. ¿Qué pasa con el cáncer, con las enfermedades cardiacas, las renales, con las otras afecciones respiratorias, con otras infecciones, con el dengue y muchas más; qué pasa con la salud mental, tan impactada por el largo distanciamiento? La realidad es que todas ellas han sido marginadas y desatendidas en el ámbito de la salud pública, por la ineficiencia de sus administradores.
Mención aparte para las vacunas, que tendrían que haber formado parte del objetivo estratégico de la política sanitaria, donde se tendrían que haber concentrado todos los esfuerzos, por su implicancia no solamente en la salud, sino en la recuperación económica y el restablecimiento de las libertades y de las relaciones sociales de la población. Mientras todos los países vecinos ya están vacunando, algunos con un ritmo envidiable, como Chile, otros más rezagados, pero en plena campaña, aquí ya estamos en marzo y solo han llegado 4.000 dosis de las 7 millones que se necesitan.
El Gobierno hace meses que presume de sus “excelentes relaciones y avances” con Covax Facility, una iniciativa patrocinada por la Organización Mundial de la Salud para “garantizar una distribución equitativa”, pero a la hora de la verdad solo consiguió (según dicen) un envío de 36.000 dosis para fines de este mes, de un lote de 304.800 hasta fines de mayo, cuando supuestamente tenían “confirmadas” 4.300.000 dosis con este programa. Las autoridades ocultan el contenido de la última comunicación de Covax, lo que genera la fundada sospecha de que las negociaciones terminaron en un rotundo fracaso.
Se acabó la paciencia, se acabó el voto de confianza. Los máximos responsables de que estemos en esta situación son Mario Abdo Benítez y Julio Mazzoleni, quienes, lamentablemente, no han estado a la altura de las graves circunstancias que le ha tocado atravesar al país y, en consecuencia, son quienes deberían ir a sus casas.