Así como el nepotismo goza de buena salud en nuestro país pese a estar prohibido, igual cosa ocurre con la Ley de Contrataciones Públicas en lo concerniente al Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC), la que taxativamente prohíbe aumentar los costos de las obras públicas más del 20% de su valor contractual por vía del manido artilugio burocrático de simples adendas. Obviamente, esta estratagema para estafar al Estado no es invento del actual ministro de la cartera, Arnoldo Wiens, pero el funcionario la sigue aplicando sin contemplaciones. Por eso, no fue una novedad que el viaducto que corre al costado del Jardín Botánico costara ¡10 millones de dólares más! que el precio inicial. Y conste que la adjudicación de esta obra se realizó bajo la modalidad de suma alzada, precisamente para evitar que haya más aumentos y que el precio contratado no se modifique. En este corredor vial también se produjeron modificaciones sustanciales en el proyecto ya después de la firma del contrato.
El sistema de reajuste mencionado fue reiteradamente utilizado también durante la gestión de su antecesor en el cargo, Ramón Jiménez Gaona, tanto para la contratación de obras viales y de otras infraestructuras, así como de firmas consultoras, sin importarle un bledo lo prescripto por la ley de referencia que en su Art. 63 expresa lo siguiente: “Las Unidades Operativas de Contratación (UOC) podrán (…) acordar incrementos en la cantidad de bienes solicitados mediante modificaciones a sus contratos vigentes, dentro de los doce meses posteriores a su firma, siempre que el monto total de las modificaciones no rebase, en conjunto, el veinte por ciento del monto original”.
Sin embargo, por ser la institución pública con el mayor presupuesto de inversión –pese a la pandemia del covid– y con el supuesto propósito de coadyuvar a la reactivación de la economía del país, contradictoriamente se ha convertido en la vaca lechera del Estado de cuyas ubres maman los avispados amigos de la “patria contratista”, desde la empresa mejor conocida como “superproveedora del Estado”, Engineering S.A., cuyo manotazo al fisco fue, entre otros, la ya célebre “pasarela ñandutí” sobre la autopista Ñu Guasu, hasta las nucleadas en el gremio de construcción vial.
Dejando de lado las numerosas obras con ilegales sobrecostos de la era del Gobierno de Horacio Cartes, como el fallido Metrobús y las rutas de Santa Rosa del Aguaray a Capitán Bado y de Curuguaty a Ypehú, vale la pena traer a colación como botones actuales de muestra de sobrecostos la construcción del puente Asunción-Chaco’i, a cargo del Consorcio Unión (integrado por las empresas CDD Construcciones S.A. y Constructora Heisecke S.A.), obra que hasta ahora tiene un incremento de costo de US$ 16,9 millones; y el ya mencionado Corredor Vial Botánico, con un viaducto sobreelevado que conecta la avenida Primer Presidente con la Costanera Norte de Asunción. Esta última obra se inició bajo la administración de Ramón Jiménez Gaona, tardó seis años para completarse y fue beneficiada con cuatro adendas que en conjunto no se compadecen de la limitación impuesta por la ley de Contrataciones Públicas.
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Pero el robo de caudales en un Estado virtualmente fallido, como en el que se ha convertido nuestro país últimamente, tiene réplicas negativas, como un terremoto: obras de infraestructura vial mal construidas que colapsan causando muertes y dejando aisladas a poblaciones enteras, escuelas que se caen a pedazos, retrasos o proyectos fallidos que ocasionan graves pérdidas a los frentistas, y más, mientras los constructores aumentan sus ganancias con los sucesivos incrementos.
Aunque con raíces en los tiempos de la dictadura stronista, lo lamentable es que el cáncer de la corrupción que permea actualmente las instituciones públicas, antes que revertirse, ha hecho metástasis en todas ellas haciendo tabla rasa de las leyes vigentes. Si en las obras públicas no se respeta el límite de los aumentos, en otros ámbitos se abusa del nepotismo y del clientelismo, llenándose las oficinas con los parientes de legisladores y políticos poderosos de turno. Y, sin embargo, los delitos gozan de buena salud, sosteniendo el estigma que se hizo célebre en los tiempos de la dictadura en el sentido de que los extranjeros tenían catalogado al Paraguay como un país donde irónicamente había delitos, pero no delincuentes. Lacra que perdura, y más bien se galvaniza, lamentablemente. Esta ironía está a la vista de la ciudadanía y levanta presión en la caldera de la paciencia pública que de no remediarse inexorablemente va a implosionar en algún momento con violencia no deseable.
Pero la impunidad de que gozan los clientes habituales del MOPC, mediante la violación impune de la ley de contrataciones públicas, con la sobrefacturación sistemática de las obras, es altamente contagiosa –como el covid–, pues a diario los medios de comunicación dan cuenta a la opinión pública de delitos flagrantes también absolutamente impunes, como los últimamente 35 sonados casos que están siendo impulsados ante la Corte Suprema por organizaciones ciudadanas ante la inacción de la Fiscalía General.
Todos los casos de sobrefacturación de las obras públicas por encima de lo que la ley permite debieran merecer la intervención de la Contraloría y de la Procuraduría General de la República y derivados a la Fiscalía General para su investigación penal. O esta última debió investigar de oficio.
Por la salud política de la República, en algún momento se tiene que revertir la ola de impunidad que protege a los funcionarios deshonestos y a los empresarios corruptores si queremos tener un país respetado, con Estado de derecho.