Nuestros funcionarios son maestros para “ahorrar” y enriquecerse

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Es triste tener que repetir como reafirmación de principios una cosa sin la que, simplemente, ninguna sociedad decente puede funcionar: los funcionarios públicos, elegidos o designados, a los que nadie obliga a serlo, deben rendir cuentas de sus bienes porque los contribuyentes, que con sus impuestos pagan los salarios de estos empleados, no merecen que el dinero que aportan termine enriqueciendo a burócratas en lugar de financiar hospitales, escuelas y rutas.

Esa verdad evidente por sí misma y que no requiere abundamiento por ser de una obviedad manifiesta, se encuentra consagrada, por supuesto, en la Constitución Nacional, en su artículo 104: “Los funcionarios y los empleados públicos, incluyendo a los de elección popular, los de entidades estatales, binacionales, autárquicas, descentralizadas y, en general, quienes perciban remuneraciones permanentes del Estado, estarán obligados a prestar declaración jurada de bienes y rentas dentro de los quince días de haber tomado posesión de su cargo, y en igual término al cesar en el mismo”.

La disposición constitucional, tan clara, tan incontrovertible, está por cumplir treinta años de vigencia, pero sumergida, sin embargo, en la oscuridad y en la controversia por ladrones que desempeñan cargos públicos, con ayuda de fiscales y magistrados profundamente corruptos.

Se resisten a su publicidad, aunque la razón de ser de las declaraciones juradas es su control público; se resisten a su accesibilidad, aunque declaraciones inaccesibles sean lo mismo a que no haya declaraciones; se resisten a asumir sus consecuencias, aunque sin sanciones para las irregularidades las declaraciones quedan degradadas a mero trámite.

Se recordará cómo en el Congreso Nacional reivindicaron, sin vergüenza alguna, un supuesto derecho a “corregir” declaraciones juradas falsas, cómo se oponen con todo lo que tienen a disposición a que las declaraciones se conozcan y cómo redujeron a la insignificancia las penas requeridas para quienes no cumplen el mandato constitucional.

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Y se recordará cómo muchos magistrados judiciales están siendo cómplices de este esfuerzo corporativo de minimizar el control popular sobre la cosa pública.

Lo anterior es una constatación de la vocación antirrepublicana y antidemocrática del funcionariado público paraguayo, que no es exclusivo de nuestro país, sino que forma parte de esa dinámica nefasta del poder de las burocracias que definieron muy bien Lord Acton (“el poder corrompe…”) y Max Weber (la burocratización puede conducir a “una noche polar de oscuridad helada”).

Algunos empleados públicos paraguayos reconfirman en los hechos los estudios de Acton y Weber: Entran pobres de solemnidad a la función pública y en ella se vuelven ricos y, por si ese mal no fuera suficiente, se perpetúan con el afán de incrementar indefinidamente sus patrimonios mal habidos a costa de los contribuyentes.

Funcionarios que por el nivel de información que poseen no podían hacer negocios sin incurrir en conflictos de intereses, tienen negocios y hacen negocios. Funcionarios cuyos salarios oficiales no permiten el nivel de vida que ostentan, hacen alarde de su ilegítima abundancia en las redes sociales. Funcionarios que dictan la carga impositiva se llevan a sus casas una parte de la misma, sacrificando las oportunidades de los que pagan.

Los patrimonios constatados en las declaraciones juradas arrancadas a la fuerza a esta burocracia corrupta que padecemos, mediante costosos y trabajosos procesos judiciales y políticos, ofenden al pueblo paraguayo por sus niveles de perversión.

Nuestros funcionarios, legisladores, fiscales y magistrados tienen niveles de ahorro superiores a los de Japón, hacen inversiones mayores que los brokers de Wall Street, poseen propiedades que ponen envidiosos a los aristócratas herederos del feudalismo europeo, dilapidan como los jeques árabes y, sin embargo, solo son pagados por el pueblo paraguayo para servir al pueblo paraguayo. Posiblemente dejaron de fumar para ahorrar, como insinuó una vez un pintoresco y enriquecido político.

Aunque todo el mundo sabe que quienes restringen la accesibilidad, la publicidad y las consecuencias de las declaraciones juradas son unos bandidos defendiendo el bandidaje, todavía no hemos logrado hacerles pagar el costo político y todavía, lamentablemente, estos sinvergüenzas pueden seguir medrando a costa del pueblo. Esto debe terminar y debe terminar ahora.