Lo ocurrido en un colegio privado de Lambaré vuelve a recordar a nuestra sociedad un drama frecuente que suele permanecer oculto. Tan cotidiano es que, en el primer trimestre de este año, el Ministerio Público recibió 622 denuncias de abuso sexual en niños y adolescentes, siendo presumible que la gran mayoría de los casos no sale a la luz: se estima que por cada dos casos conocidos, existen al menos otros diez. El hecho de que el 80% de ellos ocurra en el ámbito familiar explica el silencio de muchas víctimas y de los encargados de cuidarlas. ¿A quién podrían recurrir los menores si las personas en las que deberían confiar hacen la vista gorda o son ellas mismas quienes los ultrajan, causándoles un daño moral que arrastrarán durante toda su vida si no reciben una pronta y adecuada terapia? Suelen confiar en el docente; por eso mismo resulta indignante que en muchos casos no tomen las medidas oportunas ante las confidencias que reciban de sus alumnos acerca del peligro que corren o del crimen ya consumado.
En 2018 entró en vigencia una ley para prevenir el abuso sexual y atender a los niños y adolescentes víctimas de abuso sexual: evidentemente, hasta hoy no ha servido ni siquiera para reducir la frecuencia de ese hecho punible tan deleznable. Dicha ley obliga al Gobierno a crear “programas eficaces” para erradicarlo y a pedir el concurso de los medios de prensa para divulgar las acciones incluidas en ellos. O esos programas son ineficaces o la difusión de las acciones es insuficiente. También se ocupa de la “atención integral” de la salud de las víctimas, pero es probable que no sean muchas las que reciben asistencia médica. La norma dispone también que los centros educativos deben enseñar, a más tardar cada treinta días, el material didáctico del Ministerio de Educación y Ciencias (MEC) para prevenir y detectar el abuso sexual, así como incluir en las materias relacionadas con la salud los mecanismos para pedir ayuda, además de los referidos; estos temas son de aprendizaje obligatorio, pero se plantea la pregunta de si el MEC controla efectivamente el cumplimiento de los mismos. No es aventurado suponer que, por lo general, es ignorada y que las instituciones educativas quedan impunes.
La ley obliga a “todo aquel que tuviera conocimiento de una conducta o indicio de abuso sexual (...) a denunciar ante las autoridades administrativas y judiciales competentes dentro de las 48 horas siguientes al conocimiento del hecho”; la omisión es castigada, conforme al art. 240 del Código Penal, con cinco años de cárcel o multa. Abundan las denuncias, pero tendrían que ser muchas más si la ignorancia, el encubrimiento y la indiferencia no estuvieran tan arraigados. Por si todo esto fuera poco, se creó una imponente Comisión Nacional de Prevención y Atención Integral del Abuso hacia la Niñez y Adolescencia del Paraguay, para que elabore una “ruta de intervención interinstitucional” a ser implementada por las entidades del Sistema de Protección y Promoción Integral de la Niñez y la Adolescencia, así como por los órganos judiciales. Imponentes instituciones y programas. No faltan, pues, una ley bienintencionada ni una serie de entidades que deben cumplirla y hacerla cumplir, entre las que también figuran las Consejerías Municipales especializadas en la niñez y en la adolescencia. Empero, la calamidad persiste, debido al problema de siempre: las normativas son papel mojado, porque las instituciones son corruptas, indiferentes o ineficientes.
Pero hay más: las medidas de prevención deben apuntar no solo a los colegios y a las escuelas, sino también –y sobre todo– a los hogares. Hay que instruir a las víctimas potenciales, pero también educar a los padres para que las respeten y hagan que sean respetadas. Se dirá que algo así resulta innecesario, porque es natural que los padres amen a sus hijos. Sin embargo, la realidad enseña que sí es preciso inculcarles ciertos valores, sobre todo cuando el hacinamiento, la promiscuidad, el alcoholismo o la drogadicción no son fenómenos extraños en el ambiente en que viven. Nada más cierto que “la escuela volverá a ser el segundo hogar, cuando la familia vuelva a ser la primera escuela”, como una frase que corre en las redes sociales. Para ello, es imperioso que entidades públicas y privadas conciencien a la población en general acerca de los derechos de los menores. Resulta estremecedor que en el Paraguay, de acuerdo a un informe presentado por Amnistía Internacional el último 30 de noviembre, una media de dos niñas, de entre diez y catorce años, den a luz cada día.
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El “hogar, dulce hogar” es muy amargo para muchos indefensos, expuestos a un hecho punible que la ley comentada declara “imprescriptible”. Nuestra sociedad no debe seguir cerrando los ojos ante esta silenciosa tragedia. No basta con abrirlos de pronto, cuando una madre tiene el coraje de efectuar una denuncia pública. La realidad exige actuar cada día, desde diversas instancias, para que los desvalidos no sigan sintiéndose tan solos.