El padre Melià, o simplemente Melià, como le decíamos entonces, fue mi profesor en el bachillerato, en el colegio Cristo Rey, donde enseñaba “Raíces griegas y latinas”, y al curso siguiente: “Historia de América”. ¡Qué materias teníamos entonces! ¡Y qué tristeza ver lo que se enseña ahora! Nos hicimos amigos porque yo era muy buen dactilógrafo y él no, por lo que le ayudaba a mecanografiar sus escritos. Pasaron los años, vinieron los tiempos difíciles, se marchó al exilio por denunciar el genocidio de los indígenas aché durante la dictadura, pero la amistad permaneció.
Regresó apenas fue posible hacerlo. Es decir, cuando ya no estaba el tirano. Y con esa sonrisa entre ingenua y pícara que tenía (la sigue teniendo), me dijo: “Me echaron del Paraguay, pero no pudieron echarme del territorio guaraní”. Me explicó que ese territorio abarca no solo nuestro país, sino que se extiende por la selva amazónica hasta cerca de la frontera sur de Venezuela.
Creo que nunca llegamos a valorar, en su justa dimensión, el genio que se oculta en él. Recuerdo que al comenzar las clases de “Raíces griegas y latinas” se presentó un día, llamó lista, tomó un libro que traía consigo, lo abrió al azar y comenzó a leer algo inentendible para nosotros. Cuando terminó la página habrá visto la cara que teníamos todos, estábamos atónitos, y nos dijo: “Es un fragmento de Esquilo, en griego clásico”. No pudimos menos que romper a reír. A quién se le ocurría leernos en griego clásico cuando no éramos otra cosa que una pandilla de salvajes. “Les quería leer, nos explicó luego, porque tiene la misma musicalidad que el guaraní”.
En mi libro “Madre de ciudades (la del no me acuerdo y la del no sé)” (Servilibro, 2016) hago un recuento de los pocos hombres sabios que pasaron por nuestro país y de los que poco o nada sabemos: Félix de Azara, Aimé Bonpland, Guido Boggiani, Moisés Bertoni, León Cadogan, Livio Abramo y Bartomeu Melià. Paremos de contar. Quien quiera entender las verdaderas raíces culturales de este país –lejos de los delirios nacionalistas de Natalicio González y otros– debe recurrir necesariamente a la rica bibliografía de Melià, una labor ciclópea, no solo como autor de muchos de esos títulos, sino también como editor de obras fundamentales de otros antropólogos, como el monumental “Ayvu rapyta” de León Cadogan.
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Le acompañé, junto con otros amigos, cuando recibió el doctorado honoris causa de la Universidad de Comillas, en Madrid, y presencié el entusiasmo que despertó entre profesores y alumnos su discurso de aceptación de la distinción. Y me pregunté si sería posible que nuestros jóvenes y profesores universitarios sean capaces de entusiasmarse y, sobre todo, emocionarse, ante la obra de quien, lejos de los focos, construyó un corpus más sólido y perdurable que el mármol, el bronce, la piedra de muchas de esas estatuas inexpresivas que se desparraman por nuestros parques, plazas y avenidas.
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